23. Acciones desafortunadas

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El auto parecía volar, Adam no demostraba seguridad frente al volante, su cuerpo se encontraba tensionado

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El auto parecía volar, Adam no demostraba seguridad frente al volante, su cuerpo se encontraba tensionado. La adrenalina, pronto, se convirtió en pánico. Sara se aferraba al cinturón de seguridad, en tanto él derrapaba en las curvas de forma errática, manteniéndose en el asfalto.

—¡Desacelera, nadie nos sigue! —gritó desesperada.

Él miró por el espejo retrovisor, la ruta estaba desierta. Nunca nadie los había seguido, pero la locura del momento los había hecho creer que sí. Adam bajó la velocidad.

Al llegar el amanecer, pudieron sentirse aliviados al fin.

—¿Qué haces? —preguntó ella, al verlo aparcar a un costado de la calle, al lado de una casa de vidrio con la inscripción "ca­fetería" en el techo.

—Necesito detenerme. —Adam apagó el motor—. Siempre que iba para casa veía este insólito lugar. ¿Será como la cafetería del Báthory?

—Allí hay humanos —siseó ella, viendo hacia los adentros.

—¿No parezco uno? —preguntó mostrándole sus colmillos en una sonrisa forzosa.

Sara le sonrió, le alegraba que intentara ser gracioso, que qui­siera relajarse con ella.

—No sé, no parece buena idea. —Ella observó desconfiada.

—Tú me insististe en escapar —espetó Adam—. Hazte cargo de las consecuencias.

Sara mordisqueó sus labios, dudando sobre entrar. Las perso­nas le generaban un inesperado sentimiento de ansiedad, eso se debía a que se identificaba mejor con los vampiros que con las personas normales. Adam hizo caso omiso al malestar de su ofrenda, y ella no tuvo más remedio que correr tras su espalda.

Una campanilla sonó al entrar en aquel recinto con olor a tostadas y granos de café. Era cálido y pequeño. Las vistas de las pocas personas allí se volvieron a ellos. Adam miró con susto a su ofrenda, tomándola de la muñeca con fuerza. Ella supuso que se sentía intimidado entre tantos mortales, los cuales vestían muy diferentes a ellos, más informales y modernos, y cuyas pieles lucían mucho más coloridas que las suyas.

Ambos se acercaron a una mesa pequeña con sillas, pintadas de rosa pastel, junto a la entrada y pegada al ventanal que daba a la carretera. Se sentaron en completo silencio, y tomaron unos pequeños folletos con imágenes de comidas.

—¿Qué van a ordenar? —preguntó una rechoncha mujer sosteniendo una libreta.

—Una tarta de chocolate y fresas, café con crema batida, croissants rellenos... —enumeró Adam—. Nada más.

—¿Y usted, linda? —se dirigió a la jovencita.

—Lo mismo —dijo, siendo tímida, a pesar de que le parecía excesivo.

Sus abundantes porciones llegaron con velocidad. Tenían mucho apetito, más del que pensaban, o tal vez eran los nervios, por lo que comenzaron a comer sin pensarlo dos veces.

Ofrenda de sangre | Parte IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora