39.Agridulce

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El auto de Víctor avanzaba por la carretera

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El auto de Víctor avanzaba por la carretera. Ahora, que el galpón se veía como un punto efímero en el horizonte, podía respirar aliviado. Bajando la velocidad, se atrevió a desviar su vista hacia Francesca. Ella agarraba sus piernas, envuelta en sus brazos, miraba hacia un punto ciego. Permanecía en absoluto silencio, con sus rodillas raspadas y su rostro tan sucio como su ropa.

—¿Estás herida? —preguntó él.

Francesca negó con la cabeza baja.

—Huelo tu sangre —insistió el incrédulo profesor.

—Solo me doblé el tobillo, nada grave —respondió ella.

La verdad era que su "anillo de matrimonio" se había abierto con el tropezón. Sangraba un poco y nunca había dejado de do­ler, por lo que desde el principio prefería ignorar esa herida es­pantosa en su hombro. No obstante, Víctor notaba como la ropa de su acompañante se tenía de sangre justo allí.

Víctor decidió no insistir.

El camino habría seguido de un modo silencioso, de no ser por esa silueta bestial que apareció en medio de la noche.

—Maldita sea, ¿acaso es un lobo? —murmuró él, cuando vio un perro, de tamaño descomunal, interponerse en su camino.

Francesca saltó de su asiento, miró por la ventana. Era Tommaso en medio del camino; estaba vivo, y mucho más en­sangrentado que antes. Se acercaba con lentitud hacia ellos, pa­recía muy malherido, rengueaba, y por su boca chorreaba sangre.

Víctor aceleró con el mero propósito de atropellarlo, pero Francesca tomó el volante y obligándolo a girar fuera del camino.

—¡¿Qué haces, Francesca?! —bramó el profesor, al ver como el lobo se había salvado.

—¡Está herido! ¡¿Pensabas matarlo de esa forma cobarde?! —gritó ella a punto de llorar, para luego ver en el retrovisor la imagen del lobo "rojo" alejarse de su vida, dándole una mirada entristecida que le rompía el corazón.

Víctor no dijo nada al respecto, Francesca le gritaba con im­pertinencia. Esta vez no podría darle un sermón sobre los peli­gros de tomar el volante, no era el momento. Tan solo siguió recto por el camino, sin atreverse a realizar ningún comentario; la culpa lo carcomía.

El viaje fue largo y tedioso. Atravesar la carretera en ese es­tado, con la incertidumbre de saber si los demás habían sobrevivido, no era algo agradable. En cuanto podía, el profesor del Báthory, prestaba atención a Francesca. Ella, que tan habladora parecía, no pronunciaba palabra alguna, no se movía de su lugar. La idea de que la hubieran herido, donde no podía percibir, lo tensionaba más. No solo se trataba de una culpa por haberla dejado sola, en la noche del Sabbat, sino, que él mismo la había elegido para ser una ofrenda. Nunca lo había hecho por descarte, o con mala intención, pero de enterarse que él había escrito sobre su destino, era algo que seguro no le agradaría escuchar.

Ofrenda de sangre | Parte IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora