18. Esclavo

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La noche del sábado resultaba ser la más agitada de su vida, y no solo para Sara; Francesca rondaba el Báthory en soledad, sintiéndose miserable

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La noche del sábado resultaba ser la más agitada de su vida, y no solo para Sara; Francesca rondaba el Báthory en soledad, sintiéndose miserable. Recorría los pasillos en busca de algo que hacer, o por lo menos en busca de detener el insomnio, los pensamientos depresivos. En eso, atraída por una triste melodía que intrigaba su corazón, encontró el cuarto de música.

Aceleró sus pasos creyendo estar enredada en algún embrujo, y ahí lo encontró.

Un enorme piano de cola estaba siendo tocado por Víctor, ese serio profesor, que las obligaba a estudiar duro y les arruinaba la tranquilidad. Él se distraía en sus notas, y Fran no podía dejar de escucharlo; su melodía movilizaba sus más profundos y melan­cólicos sentimientos, era un gran artista.

La música se detuvo, dejando un rastro de lúgubres sombras.

—Francesca, no es hora de pasear por los pasillos —dijo él, volviendo su fría y distante mirada hacia ella.

—Perdón, profesor —respondió con las mejillas encendidas al sentirse atrapada—. Solo que, están todos en el Sabbat, pensé que podría pasear hasta conciliar el sueño.

—Tal vez podrías poner ganas a los cálculos, eres bastante mala en ello —dijo volviendo a tocar algunas notas dispersas.

<<¿Cómo puede molestarme con eso un sábado? ¿Cómo puede molestarme cuando sabe la mierda que es mi vida?>>.

—Tiene razón, lo haré profesor —contestó ella con su más dulce y falsa sonrisa, la cual él ignoró.

—No necesitas ser tan artificial. —Víctor acomodó los pen­tagramas en su atril—. No lo harás, te gusta más el cotilleo.

—¿Y qué tal si me enseña a tocar el piano? —respondió entusiasmada.

—No me pagan por eso —apuntó—. Deja de poner atención a cosas que no valen la pena.

<<Maldito seas. De todos, él es el peor>>.

—Yo creo que la música vale la pena —respondió, esta vez siendo sincera—. Con solo una melodía, olvidé todo lo malo.

—Me refiero al Sabbat. No es algo que debería quitarle el sueño a una ofrenda —dijo, esta vez clavando su vista en ella.

Un inoportuno nerviosismo apresó a Francesca, ni siquiera le salió sonreír como siem­pre.

—Usted sabe lo que se siente, ¿no? —indagó, borrando su mueca—. Me dijeron que ha sido una ofrenda; como Azazel y los otros profesores.

<< ¿No va a ser amable conmigo? Pues yo tampoco>>.

Él sonrió. Era la primera vez que lo hacía, y casi se veía ama­ble, o aterrador, no estaba segura. Francesca había sido desen­mascarada. Víctor debería conocer su insolencia.

—Sí, y lo sé, por eso sé que no debes preocuparte —comentó calmado—. Eres afortunada, hace trescientos años las cosas eran muy distintas. Los horrores que he vivido como ofrenda me han quitado el sueño hasta el día de hoy.

Fran abrió los ojos con espanto, ¿era real lo que decía? De ser así siquiera podía imaginarlo.

—¿Puede contarme? —preguntó dando un paso adelante.

—¿Qué quieres saber? —dijo él, volviendo su vista a las te­clas, sus largos dedos las acariciaban de manera vacilante.

—¿Cómo era en ese entonces? —insistió la rubia.

—Desde que nací... —confesó bajando el tono de voz—. Desde el primer momento fui una ofrenda, pero en esa época nos llamaban esclavos. Me han hecho víctima de los deseos más os­curos y retorcidos de los vampiros, también a Azazel y los de­más. Fueron años duros para intentar que las cosas cambiaran un poco.

—Ya veo —suspiró ella, sin saber que decir—. ¿Por qué no se han alejado de esto? ¿Por qué son serviles a ellos?

Víctor le dedicó una sonrisa llena de dolor.

—Agradece, niña —dijo, y el corazón de Fran se detuvo—. Si nosotros no conociéramos el sufrimiento en carne propia, nadie se habría preocupado por ustedes, nadie habría tratado de cambiar a los vampiros. Hasta ahora solo conoces a los torpes niños, no tienes idea de lo que son capaces los puros de cientos de años No nos iremos hasta que esto termine.

Un nudo se hizo en su garganta, Francesca tensó sus puños. No podía imaginarse como eran los vampiros que dominaban su mundo, menos como eran las cosas hacía trescientos años. Tan solo podía suponer cosas abominables, irreproducibles, era algo que leía tras los cristales de los lentes de Víctor, en lo opaco de su mirada, en lo triste de su música.

Francesca se acercó a su profesor y lo envolvió en sus débiles brazos, sentía que debía abrazarlo, demostrarle algo de gratitud.

—¡Francesca! —se quejó él, con un tono autoritario, vol­viéndose rígido.

—Gracias, profesor —dijo, dejándole un beso en su helada mejilla.

Sin más insistencia, Francesca se dio la media vuelta.

El hombre la vio retirarse dando pequeños saltos, como una niña. Él lo sabía bien, Francesca no tenía un pelo de inocente, pero verla de ese modo le daba algo de esperanza. No le gustaba cuando las ofrendas se volvían pesimistas, desesperanzadas, así empezaban los problemas, así Ámbar había marcado su destino.

Víctor resopló apesadumbrado, pues a cambio de verla son­reír sus recuerdos más oscuros afloraban en la noche. Quiso tocar el piano, pero ya no pudo, puesto que recordó que seguía siendo un esclavo, y los barrotes difusos en su mente, lo seguían an­clando en el mismo lugar.

Ofrenda de sangre | Parte IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora