37. Plan B

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Su corazón latía a mil por hora, iba a escaparse por su boca

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Su corazón latía a mil por hora, iba a escaparse por su boca. Sara no tenía idea de las consecuencias del hurto en la ciudad, y no tenía intenciones de averiguarlo. Disfrutaba la suerte de mantener su ligereza, o tal vez era que el hombre no tenía un buen estado físico. De todos modos, se culpaba por su impruden­cia al tomar comida cuando la gente escaseaba, quedando des­protegida a la vista de todos, ¡qué idiota! Casi lo echaba a perder. Por eso era que seguía corriendo, mirando a los alrededores, su­jetando, con pura devoción, los alimentos que le darían la fuerza para continuar viviendo en ese nuevo mundo que comenzaba a descubrir.

Segunda torpeza en el día, chocó con algo, y las naranjas sa­lieron volando por los aires. Con pena y desesperación, vio como rodaban hacia el asfalto y eran aplastadas, una a una y sin mise­ricordia, por los vehículos que transitaban. El jugo salpicaba a todos lados, el olor a naranja ahora le haría recordar como todo podía empeorar.

Dejó caer los brazos abatidos y se arrodilló de un golpe, las­timándose con el cemento del suelo, sintiendo un dolor intenso en la cabeza. Casi hubiera creído que no era su día, de no ser por lo que sucedió después.

—¿Sara? —preguntó una vocecita familiar.

Sara alzó la vista para comprobarlo; y, como si se tratara de una aparición milagrosa, la de una santa virgen enviada por Dios, Elizabeth le tendía la mano para que se pusiera de pie.

La ofrenda intentó abrir la boca, sus palabras no salieron. Sus ojos se nublaron por las lágrimas, ¿era real? No sabía qué hacía ella allí, en la ciudad, pero estaba claro que no corría su misma suerte. Elizabeth lucía un vestido de volados y un sombrero am­plio que la cubría del sol, olía a perfume de jazmines, y cargaba dos bolsas llenas de víveres. Irradiaba belleza, una hermosura mucho más brillante que la habitual

Sara tomó su pequeña mano, y la abrazó con la misma con­fianza que tenía con Francesca. El llanto salió por sí solo, lloraba de felicidad, la felicidad de tener una aliada en un mundo cruel. Elizabeth le correspondía el alterado afecto con palmaditas en la espalda. Sin preguntar nada, la tomó de brazo; y, con un paso lento, la llevó al lugar que llamaba "nuevo hogar".

Era una pequeña casa, la más pequeña que recordaba haber visto. Tenía un cerco bajo en la entrada, rodeado de flores colo­ridas y plantas de todo tipo. Sus tejas rojas hacían resaltar el blanco de los muros. Los marcos barnizados, de las ventanas de vidrios repartidos, le daban el encanto de un cuento de hadas.

Al entrar, el aroma a pan tostado y café logró hechizar a la ofrenda por completo, su boca generaba más saliva de lo habi­tual. Pero, previendo que Elizabeth le indicaba donde estaba el baño, entregándole ropa limpia, le hacía entrar en cuenta que apestaba.

Sara prefirió ingresar a la bañera antes de probar bocado, por más hambre que tuviera.

El baño era tan pequeño como cualquier rincón en la casa, Sara entraba en la bañera con las rodillas flexionadas, lo cual era más que suficiente para quitarse la mugre y el sudor de días y días.

Ofrenda de sangre | Parte IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora