◇Capitulo: 9◇

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—¡Ah, Dios mío! —exclamó Lily al abrir el periódico y leer la sección de clasificados—. ¡Tú no has hecho esto!
—¿Quedó bien?
Me lanzó una mirada severa antes de comenzar a leer en voz alta, sentada en la mesa de la pequeña, aunque organizada cocina.
“Se busca marido para corta temporada. Hombre entre 21 y 35 años, que tenga vivienda propia y empleo estable, disponible para matrimonio. Buena presencia no es exigida. Presentación de certificado de antecedentes criminales obligatorio. Casamiento de apariencia. Sexo está excluido del acuerdo. Se pagará bien al término del contrato. Tratar con Kellie al teléfono…”
—¿Qué opinas, Lily? —pregunté, mordiéndome las uñas.
—¡Creo te has vuelto loca! —Bajó el periódico—. ¿Cómo vas a pagarle a alguien para ser tu marido? ¡Tú estás más pobre que el palo de mi madre!
Suspiré exasperada.
—Al final del acuerdo, ¿no has prestado atención? Cuando tenga mi fortuna de vuelta.
Ella puso los ojos en blancos y bufó.
—¡Estás locas, solo puede ser eso!
—Loca no, desesperada —argumenté—. Ahora solo hay que esperar para ver que aparece.
—Kim —ella inspiró profundamente, mirándome con determinación—. No puedes casarte con un total desconocido. ¡Es una locura!
—¿Y por qué no? El matrimonio concertado fue una práctica muy común y exitosa en el siglo pasado.
—¿Exitosa? Mi Dios, ¿de dónde sacaste eso? Las personas eran infelices, y los maridos tenían montones de amantes. —Golpeó la mano fina sobre la mesa de manera imperiosa—. ¡Y las cosas cambiaron! El mundo cambió. No puedes vivir con un hombre del que no sabes nada, o peor, que tú ni conoces. ¡Puede ser un psicópata, un pervertido o cosas peores!
Puse los ojos en blanco.
—¿Crees que no sé eso? Fue por eso que pedí los antecedentes criminales.
Su boca se abrió en shock, y la rabia se estampó en sus delicadas facciones.
Pero entonces se recuperó, lanzándome una mirada llena de burla.
—¿Y tú presentarás los tuyos? —arqueó una ceja desafiantemente—. Porque dudo que algún hombre quiera casarse con una mujer que estuvo presa en todos los rincones del planeta.
—¡Yo no estuve presa en todos los rincones del planeta! —reclamé ofendida—. Solo aquella vez en Ámsterdam… y aquella en Túnez. Y… una en Bulgaria. Pero fue todo un mal entendido. ¿Cómo iba a saber que no podía llamar al policía hijo de puta fascista? ¡Él quería confiscar mi MP3, por el amor de Dios! Además de eso, soy yo la que está alquilando un marido, no necesito presentar nada —sonreí animada. Cumpliría la cláusula impuesta por el abuelo, ¡pero a mi manera!
Lily se reclinó en la silla, pasando la mano por su cabello negro.
—Si es así, ¿no sería más seguro casarte con alguien que conoces? ¿Un amigo o ex novio?
—¡De ninguna manera! Un ex novio comenzaría a tener ideas después de un tiempo. Un amigo probablemente tendría ideas antes incluso que yo dijera sí ante un juez. Complicaría todo. Un conocido podría dejar escapar alguna cosa por ahí sobre mi tentativa de burlar el testamento. Con un extraño no corro ese riesgo. Son apenas negocios. Es el plan perfecto.
—Vale. Vamos a suponer que tengas razón y que alguien te contacte. ¿Quién responde a anuncios de este tipo? Gente normal seguro que no.
—No lo sé —suspiré pesadamente—. Alentaré a que alguien responda. Ese anuncio costó muy caro. Tuve que usar la tarjeta de crédito para pagar el periódico de ayer a la tarde, y gracias a Dios todavía funcionaba. No pienses que estoy feliz con esto, Lily. Yo no elegí nada de esto. Solo estoy siguiendo la corriente y girándome como puedo.
Ella sacudió la cabeza, haciendo ondular sus largos cabellos.
—Tú estás realmente loca. Vamos ya al trabajo antes que llegues tarde otra vez y tengas más descuentos en tu salario.
—No te enojes conmigo —pedí, colocando el bolso sobre el hombro.
—No estoy enojada. Estoy preocupada.
Suspiré.
—Lo sé. Prometo estar atenta a cualquier señal de peligro.
Ella sonrió, tristemente.
—Eso es lo que más me preocupa. A ti te fascina el peligro.
Felizmente, llegué dos minutos adelantada y, por primera vez, entré a la hora correcta. ¡Y el mundo estaba lleno de gente loca! Antes incluso que Joyce me mandara una vez más a los confines de la sala de la copiadora; lo que encontré totalmente injusto, ya que no me atrasé ese día, había marcado un encuentro con mi posible futuro marido. A pesar de estar puta de la vida por haber estado todo el día colocando papel en la estúpida máquina, no se pasaban más las horas, ansiosa de ver los resultados de mi plan.
A la salida del trabajo, recibí algunas llamadas. Justin estaba en el ascensor conmigo, y fue difícil agendar los encuentros sin que él lo notase. Por algún motivo me pareció… mal que supiera de mis planes, pero justifiqué eso con el sabio pensamiento de que, si él descubriera lo que estaba preparando, me denunciaría con Clóvis. Tenía cinco posibles futuros maridos en la mira. Era solo una cuestión de tiempo que mi vida volviera a estar en sus ejes.
Me encontré con el primer candidato aquella misma tarde, en el café cercano a casa de Lily. No sería loca de llevar a un extraño a casa de ella, claro.
No fue difícil identificarlo, porque me había pasado su descripción física, y le pedí que tuviera el periódico en las manos.
—Kellie, me imagino —dijo el hombre de unos cuarenta años cuando me paré frente a su mesa.
Su aspecto era tan horrible como su lengua atada. Los cabellos engrasados tenían una capa de caspa que recubría los costados y la nuca; las gafas enormes y profundas no ayudaban a disimular las orejas de abanico. Y, por alguna razón, olía a naftalina. No es que eso importara, en definitiva no estaba buscando ningún príncipe encantado. Pero toda esa caspa era medio…repugnante.
—¿Mauro?
—Fi-fí —se rió nervioso, haciendo un oinc-oinc.
Ah, Dios.
—¿Has traído… el certificado? —pregunté, mientras me sentaba del otro lado de la mesa.
Él asintió rápido, entregándome el papel un poco arrugado.
—Yo nunca pisé una comisaría. Fui un hombre muy honesto.
—Claro —dije, examinando su ficha de antecedentes criminales, una hoja totalmente en blanco. Imaginé que la mayor audacia de Mauro alguna vez cometió
fue haber salido de casa sin cepillarse los dientes—. Humm… ¿Por qué quieres casarte?
—Y-yo prefiedo una novia. Mi madre eztá volviéndome loco —me hizo un guiño.
Reprimí un gemido.
—Ah… comienzo a entender a tu madre. ¿Pero tú vives solo, cierto? —se removió en su silla.
—Prácticamente. Mi habitación tiene aczezo directo a la zalida del garaje. Ni te cruzaráz con mi madre.
—Quiere decir que tú imaginaste que dormiríamos en el mismo cuarto —constaté, cruzando los brazos.
—Bueno… zí, zí. Tú dijizte que zexo no hazía parte del acuerdo. Penzé que con dormir no habría problemaz —levantó los hombros.
—¡Ah, hay! ¡Sí hay! ¡Hay mucho problema!
—Yo zoy muy fázil de llevar —sonrió nervioso—. Ni notaráz mi prezenzia.
Dudaba mucho.
—Zierto… Quiero decir, cierto —¡Esa cosa se contagia!— Tengo tu teléfono. Necesito entrevistar otros candidatos. Sabes cómo es… —me levanté y sonreí. Él se apresuró a ponerse de pie, chocando contra la mesa.
—Y-yo tengo una renta muy buena. Podría llevarte al zine una vez por zemana. Podríamos zenar fuera ziempre que quizieraz. Tengo paze de bebida ilimitado.
—Lo tendré en cuenta. —Terminé y me obligué a caminar tranquila en dirección a la salida.
Lily todavía no había regresado a casa cuando volví de mi primer encuentro. La consultoría estaba lleno de clientes con planes de salud, claro, debido a la ola de calor que se instaló en la ciudad.
Aparentemente, todo el mundo quería exhibir el cuerpo en forma los próximos meses. Ana estaba preparando algo con un aroma muy bueno para la cena cuando me vio recién bañada y buscando algo en mi bolso.
—¿kimberly, vas a salir? Acabas de llegar. —Ella señaló.
—Tengo una entrevista.
—¿De empleo? —Su frente se frunció.
—Puede ser que sí. —Y recé para tener más suerte esta vez. En una delicatesen allí cerca, me encontré con Anderson, un muchacho bastante bonito, a pesar de la baja estatura. Su ropa era bien normal. Suspiré aliviada.
—Aquí está la información —dijo, deslizando la cantidad de antecedentes criminales por la pequeña mesa de madera color miel.
No estaba preparada para eso.
—Ah… Fuiste preso por portación ilegal de armas —constaté, un poco incómoda.
—Debería haber arrojado esa cosa al río. Fui estúpido —comentó, desinteresado.
—¿Tres veces?
—Sí —levantó los hombros—. Mala suerte.
—Hummm… —Corrí los ojos por el documento de tres páginas y se lo devolví rápidamente—. ¿Por qué respondiste al anuncio?
—Dijiste que pagas bien.
—Sí, pero acá dice —señalé al documento— que intentaste agredir a tu esposa. Eres casado.
—En realidad, soy viudo. Un accidente, pobrecita. Ella terminó cayendo encima de un cuchillo —dijo, indiferente.
¡Dios mío!
—Ok. Necesito ir al baño.
Él sacó un cigarro ¡de marihuana! del bolsillo de la camisa.
—Tranquila —dijo y sonrió.
—Ajá. —Fue todo lo que pude responder antes de salir corriendo de allí.
Todavía estaba temblando cuando le conté todo a Lily.
—Te avisé, ¿recuerdas? ¿Pero tú no me escuchaste? ¡Claro que no! —Iba de un lado a otro en el cuarto, abriendo y cerrando cajones y puertas y arrojando una cantidad inmensa de ropa sobre la cama grande, que compartimos desde la noche anterior.
—Fue falta de suerte. Mauro era inofensivo. Medio sucio, pero no dañaría ni una mosca. Este Anderson solo fue un golpe de mala suerte. Solo eso. —Si continuaba repitiendo eso, me lo terminaría creyendo hasta yo misma.
—¡O quizás fue una señal para que te olvides de esto! —Señaló ella—. ¿Qué opinas de este? —Me mostró un vestido simple negro, con tiras finas.
—¡Sexy!
—¡Perfecto! —Comenzó a ponérselo—. Por lo menos deberías haber preguntado muchas más cosas antes de encontrarte con ellos.
—Ah, no, Lily. Sin sermones. Todo lo que quiero es caer en la cama y descansar. Mis dedos están latiendo. Esa copiadora está terminando conmigo. Creo que nunca más podré tocar el piano.
—Tú no tocas el piano. Nunca soportaste las clases.
—Sí, pero si supiera no podría… —mostré mis manos arruinadas—. Mis uñas están destruidas. Necesito librarme de Joyce.
—Lo veo difícil. ¿Ella está en la J&J desde cuándo? ¿Desde el Big Bang?
—Por ahí —reí.
—¿Y ese hombre? ¿El que detestas? ¿Dejó de molestarte? —Comenzó a aplicarse camadas de máscara de pestañas.
—¿Justin? Ni me hables —Me tiré en la cama y abracé la almohada contra el pecho—. Me vio toda atrapada con la copiadora y solo se rio. Juro que no le arrojé un zapato en esa cara depravada porque tuve miedo de acertar en el vidrio detrás de él y que me lo descontaran del salario. ¡Detesto a ese hombre!
—Pero dijiste que fue bueno contigo ayer —ella aplicó una camada generosa de gloss rojo en los labios—. Pagó tu combustible y te invitó un café. No puede ser tan malo como dices.
—Justin es bipolar. O loco. Tal vez las dos cosas. ¿Dónde vas?
—Me encontré con Breno en la salida del trabajo. Me invitó a salir. Decidí aceptar esta vez —comentó casualmente.
¡Demasiado casualmente!
—Salir tipo…
—Salir tipo —mostró una sonrisa enorme y giró con los brazos abiertos—. ¿Cómo estoy?
Los cabellos negros, que llegaban a la mitad de la espalda, parecían emitir luz propia. Los ojos castaños brillaban de sensualidad y misterio. El vestido negro recto marcaba las generosas curvas y, junto a la sonrisa angelical, la dejó sexy, fatal.
Pobre Breno…
—¡Deslumbrante!
—¿Sí? ¿Este vestido no me hace gorda?
Lily siempre tuvo sus complejos con relación al propio peso. Tenía una visión distorsionada de su cuerpo, pero nunca lo admitió. Por eso, cuando me contó que planeaba cursar nutrición, creí que era una buena idea. Tal vez eso la hiciera entender de una vez por todas que las mujeres con cuerpo de violín no son necesariamente gordas. Sin embargo, el tiro salió por la culata, porque el entra y sale de mujeres anoréxicas en su consultorio terminó haciéndola sentir enorme. Lo más gracioso era que ella y yo teníamos prácticamente el mismo peso, siendo ella unos buenos centímetros más alta, pero siempre me encontró demasiado delgada.                 Vivía calculando mi IMC, preocupada que yo pudiera estar debajo del peso saludable. ¡Vaya uno a entenderla!
—No eres gorda. ¡Qué manía!
—Deséame suerte.
—No necesitas suerte, tienes todo el resto. ¡No matarás al pobre de Breno!
Es buena gente, bien allá en el fondo…
—Lo intentaré —me abrazó antes de salir del cuarto en una nube de euforia.
Arrojé el lío de ropa sobre el sillón y volví a la cama, esperando tener una noche vigorizante. Ni llegué a cerrar los ojos que me dormí; segundos después, estaba en casa. No en casa de Lily, en mi casa. Todo en la mansión estaba más claro, más blanco y brillante que de costumbre. Una figura me observaba, inmóvil.
Los brazos estaban cruzados sobre el pecho. El rostro, fruncido en una mueca triste. Me tiré contra él inmediatamente, abrazando su cintura, enterrando la cabeza en su pecho.
—¡Sentí tanto tu falta! —lloré.
El abuelo no respondió, pero pasó la mano delicadamente en mi cabeza.
—¿Estás bien? —pregunté.
Ninguna respuesta.
Levanté la cabeza para observarlo. El abuelo Steeven estaba triste.
—¿Estás triste?
Esa vez él asintió.
—¡Oh, Dios! ¿Has ido al piso de abajo? —pregunté horrorizada.
Suspiró y sacudió la cabeza.
Suspiré también y me solté de él, retrocediendo, súbitamente consciente de la confusión en que él me dejaba.
—Muy bien, Sr. Steeven. Tengo algunas cosas para discutir con usted. ¿Sabía que me dejó en una situación bien difícil? Aun no puedo creer que dejaste ese testamento. Confiaba en ti. Pensé que me protegerías. Pero no. Me arrojaste a los lobos, y eso no fue bueno.
Él continuó impasible.
—Vale. Estoy tratando de arreglar todo el lío que has dejado —me encogí de hombros, siguiendo con el monólogo—. Al estilo Kimberly.
Lentamente, levantó el brazo y colocó la mano sobre mi hombro. Esperé ansiosa cuando vi sus labios entreabrirse.
La victoria está reservada para aquellos que están dispuestos a pagar el precio —susurró con la voz cariñosa y suave.
Entonces desperté.

Se Busca Marido (Jb)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora