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El inicio de una nueva vida.

Nunca olvidaría aquellas bellas palabras que salieron de la boca de Ivonne: “Eiden, estoy embarazada”. Aquel instante marcó el inicio de una nueva etapa, una que cambiaría mi vida para siempre. La llegada de un hijo lo cambiaría todo. De repente, el mundo que conocía se desdibujaba, y frente a mí se abría un camino lleno de pañales, mamaderas, noches sin dormir y horas interminables intentando hacer dormir a un pequeño ser que dependería completamente de nosotros.

No era un secreto que Ivonne había estado muy nerviosa. Durante esos primeros días, aunque trataba de mostrarse tranquila, yo podía ver en sus ojos la inquietud, el miedo a lo desconocido. Tenía miedo de que yo no lo tomara bien, de que el peso de la responsabilidad me abrumara, pero lo cierto es que, desde que escuché la noticia, algo en mí cambió. El simple hecho de imaginar a alguien llamándome “papá” me llenaba de un orgullo indescriptible, una emoción que no sabía que podía experimentar.

Los días comenzaron a pasar, y con cada uno de ellos, me convertía más en un padre, aunque nuestro bebé aún no había nacido. Cada conversación, cada plan, giraba ahora en torno a esa pequeña vida que crecía dentro de Ivonne. Hablábamos de todo: los nombres, si sería niño o niña, cómo sería su habitación, las ropas que necesitaría. A veces nos quedábamos despiertos hasta tarde, imaginando cómo sería nuestra vida en unos meses.

Pero la verdad era que, a pesar de todo el entusiasmo, no podía evitar sentirme nervioso. Ser padre primerizo no era algo fácil, y aunque intentaba proyectar calma y seguridad, dentro de mí, el miedo latente se hacía presente de vez en cuando. ¿Sería lo suficientemente bueno? ¿Podría protegerlo, enseñarle y guiarlo de la mejor manera? Todas esas dudas me acompañaban, especialmente cuando veíamos padres con sus hijos pequeños, y la realidad de lo que se avecinaba se hacía aún más tangible.

Un par de semanas después de la noticia, llegó el día de la primera consulta médica. Era la primera vez que veríamos al bebé, o mejor dicho, que lo escucharíamos. Estábamos nerviosos y emocionados a partes iguales. Ivonne se veía hermosa, aunque había empezado a sufrir las primeras náuseas y mareos. Yo, por mi parte, intentaba mantener la calma, pero mis manos temblaban ligeramente mientras conducía hacia la clínica.

Al llegar, nos recibió la doctora, una mujer de unos cuarenta y tantos, con una sonrisa cálida y profesional. Nos llevó a la sala de ecografías y nos explicó cómo funcionaría todo. Ivonne se recostó en la camilla, y me tomó la mano con fuerza. Podía sentir cómo le sudaban las palmas, y eso me hizo sonreír. Estábamos los dos en esto, compartiendo el mismo nerviosismo.

—Todo va a estar bien, ¿verdad? —me susurró, mirándome con esos ojos que me habían enamorado desde el primer día.

—Por supuesto —le respondí, apretando suavemente su mano—. Va a ser increíble, ya verás.

La doctora aplicó el gel sobre el vientre de Ivonne y comenzó a mover el transductor. Yo miraba la pantalla, sin entender mucho lo que veía, pero de repente, se escuchó un sonido. Un latido. Fuerte, rápido, como el tamborileo constante de un pequeño corazón. Me quedé congelado en ese momento. No podía creerlo. Ese era nuestro bebé.

—¿Lo escuchan? —dijo la doctora con una sonrisa—. Ese es el corazón de su bebé.

Miré a Ivonne, que tenía los ojos llenos de lágrimas. Apreté su mano con más fuerza, incapaz de decir una sola palabra. Escuchar esos latidos, tan reales y tan llenos de vida, fue el momento en que todo se volvió más concreto. Ya no era solo una idea o una ilusión, era una realidad. Nuestro hijo o hija estaba allí, creciendo dentro de ella.

—Es increíble... —logré decir finalmente, con la voz ligeramente quebrada—. No puedo creer que eso esté pasando.

Ivonne asintió, sin poder articular palabra. Nos quedamos en silencio, escuchando el latido del corazón de nuestro bebé, compartiendo ese momento que no olvidaríamos jamás.

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