Prefacio

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Noviembre, 2015.

Ámsterdam, Países Bajos.


La sangre es roja.

Todos lo saben. Es una verdad innegable como que por la noche oscurece, o que el agua moja. Sin embargo, ese es uno de los tantos detalles que pasan desapercibidos hasta que un momento crucial te hace notarlos.

La sangre es aterradora. Colapsa tus sentidos porque tu cerebro sabe el significado de ese líquido carmesí.

Te paraliza.

—Mer... —Su voz ahogada fue lo que me sacó del trance en el que había caído por dos breves segundos, justo el lapso entre el sonido del revólver y la propagación de esa mancha sobre su ropa que se extendía con rapidez.

Su cuerpo se desplomó. El impacto de ver que la vida que se le escapaba le teñía las manos, simplemente fue demasiado para él. Cayó en la empedrada calle, aún con la expresión de incredulidad que surcó su rostro. A pesar de su evidente dolor físico, su cerebro no concebía la idea de un posible final.

—¡No! —exclamé más para mí, hincándome a su lado para intentar hacer algo. Pasé mis manos temblorosas por su pecho, hombros, mejillas..., todo menos su costado—. Por favor, no cierres los ojos. Mírame, ¿sí? Estarás bien..., solo..., por favor...

Mis palabras fueron perdiendo coherencia y fuerza; quizá por las lágrimas que salieron a borbotones, o tal vez porque vi lo frágil que podía ser una persona.

En ese momento las palabras de Aileen hicieron eco en mi mente. Era verdad que no éramos más que hormigas y que debíamos aprovechar nuestro tiempo en aquello que significaba algo para nosotros, puesto que la garantía de un futuro era incierta y la vida ni siquiera te podía prometer ver el siguiente amanecer.

Intentó sonreír. ¿Por qué quería hacerme sentir bien cuando yo debería ser la que estuviera reconfortándolo en un momento tan difícil?

Tomé sus manos heladas entre las mías.

Sin poder evitarlo, volteó a ver a la figura inmóvil que nos miraba impávido. Graham, con el semblante vacío, permanecía de pie, indiferente al sufrimiento que me estaba atenazando por dentro.

—Mer... —Un borbotón de sangre salió escupido cuando intentó hablar.

—No, por favor, no —imploré, llevándome sus manos a mi cuello para aprisionarlas e infundirles un poco de calor—. Solo aguanta, ya vendrá la ambulancia y podrás..., tú estarás...

—Estaré bien —logró decir con un hilo de voz. Sonrió y los dientes manchados le confirieron un aspecto terrorífico. Su palma acunó mi mejilla con ternura—. Lo estaré, lo prometo. Pero tú también debes estarlo. Él te va a necesitar más que nunca. Lo sabes, ¿verdad?

Volteó a ver a Graham.

Quise, con todas mis fuerzas, haber tenido el valor de girar su cara para que, en caso de que esos fueran sus últimos momentos, no viera el gesto inexpresivo de su asesino, sino a alguien que él quisiera y quien le pudiera dar algo de consuelo. Sin embargo, no lo hice. Yo también volteé a ver a ese ente sin alma.

—Juro... —mascullé entre dientes, expulsando en esa promesa tanto veneno como me fue posible. Si bien las lágrimas seguían saliendo, me di cuenta de que ahora eran por el odio que congelaba mi pecho—, juro que pagará lo que te hizo.

—No. —Su monosílabo salió ahogado. Para llamar mi atención, volvió a acariciarme las mejillas—. Debes perdonar, ¿lo oíste? Eso me haría más feliz. Sí, donde sea que vaya a estar... seré feliz. Muy, muy... feliz porque te conocí. Porque...

Sus divagaciones se fueron apagando, al mismo tiempo que sus ojos parecieron ver algo que no estaba ahí.

—Te quiero —fue lo único que se me ocurrió decir.

Quise creer que me escuchó, que la última sonrisa que dibujaron sus mortecinos labios fue porque supo que fue amado, y no porque la falta de sangre y oxígeno le provocó alguna alucinación.

Entonces, sucedió.

Sentí asco. Solté su mano y me alejé; no de la carcasa sin vida, sino de lo que Graham significaba. Dolor y muerte.

Sabía que estaba en estado de shock. Por más que pestañeé, las lágrimas dejaron de fluir; parecía que mi quijada se había trabado, y sobre mis hombros sentía un apabullante peso que terminaría por oprimirme el corazón y los pulmones.

Aun así, mis manos se movieron autómatas hacia mi cuello. No sabía si lo que hacía era por voluntad, o un acto reflejo de lo que sentía. Quizá ni siquiera fuera yo actuando, tal vez mi interior estaba vacío y ahora mi cerebro tenía que comprender las acciones que mi cuerpo hacía por su propio albedrío.

Arranqué el dije de corazón.

En ese momento, Graham pareció regresar, pero yo ya me había ido. 

Redención [Saga Doppelgänger]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora