Capítulo 02

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MERYBETH


Supe que algo estaba roto en mi interior cuando la noticia de la muerte de la doctora no me afectó de la forma en que debió.

Una vez, mientras aprendía a andar en bicicleta, el teléfono de la casa sonó. Como mamá había ido al puerto para conseguir lo de la cena, papá se metió unos cuantos minutos para atender la llamada.

Recuerdo claramente sus palabras tranquilas. Después de haber intentado cuatro veces consecutivas avanzar más de tres metros y no lograrlo, sabía que debía decirme algo para apaciguar el mal carácter que desde chiquita mostré cuando algo no me salía como quería.

Dijo que me sentara sobre el pasto del jardín para contar que todas las malvas tuvieran cinco pétalos, y que si veía una con cuatro o menos, le avisara inmediatamente, puesto que era señal inequívoca de que Cuthbert, el brownie que nos ayudaba con las tareas domésticas, no estaba tan contento, por lo que más tarde tendríamos que darle un panquecillo con miel.

En ese momento estaba tan frustrada que no me importaron las malvas incompletas, ni los panquecillos de miel, y muchísimo menos la inconformidad de Cuthbert. Es más, por mí hubiera renunciado, a ver quién contrataba a ese duende holgazán y a ver quién le cambiaba su cuenco de crema antes de irnos a dormir.

Creo que esa fue la primera vez que mi terquedad me mostró las consecuencias de no obedecer las reglas. Decidida a lograrlo, y demostrarle a la niña presumida que recién llegó a la escuela que yo también podía hacerlo, me quité el casco, segura de que no fallaría.

Si bien lo logré durante el primer tramo, el descubrimiento de que en verdad lo estaba haciendo, y la duda de si papá me regañaría por no hacerle caso, hizo que volviera a perder el equilibrio. Caí en la acera de los señores Stewart, obligándome a no gritar para que nadie se diera cuenta.

El problema no fue el asfalto, ni siquiera las piedrecillas con las que sus hijos molestaban a los bichos cuando regresaban de la escuela y que siempre olvidaban regresar al borde del jardín. Lo que me lastimó más fueron los restos de madera que el señor Stewart dejó junto al bote de basura.

Para cuando papá me encontró, yo ya tenía los ojos rojos de tanto llorar, las rodillas raspadas, e incontables astillas a lo largo de mi antebrazo.

El miedo a una posible reprimenda me hizo mentir. Culpé a Cuthbert, alegando que me convenció de hacerlo.

La señora Stewart, que era enfermera en una clínica del puerto, se ofreció a curarme. Su labor tardó horas; más que nada porque examinó mi piel con minuciosidad para no dejar ninguna astilla. Papá estuvo conmigo todo el tiempo, al igual que lo hizo mamá apenas dejó los víveres en la cocina.

Ese día sucedieron varias cosas. La vecina obligó a su esposo a comprar un bote especial para los desechos de su negocio, Cuthbert se indignó tanto que se fue a huelga toda la tarde y no ayudó a mamá con la limpieza de la casa, papá le regresó a la bicicleta las vergonzosas rueditas, y yo me prometí que acarrearía con las consecuencias de mis actos en silencio, puesto que ese embrollo, que inició con una simple caída, terminó con la irlandesa delgaducha riéndose de mí en el recreo porque sus amigos, hijos de mis vecinos, le contaron mi humillación.

Evoqué ese recuerdo porque la sensación fue muy similar a cuando me extrajeron las astillas más grandes. La señora Stewart me puso anestesia tópica para que no sintiera dolor; de ese modo, y curiosa por su actividad, me dediqué a ver cómo la madera salí de mi cuerpo sin sentir nada en absoluto. Por mi pequeña cabeza pasó la idea de que tenía que dolerme, sería lo más normal; pero no lo hacía.

Redención [Saga Doppelgänger]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora