Capítulo 31

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ALEXANDRE

Pensé que mamá sabría que no querría hablar con alguien. Que ignorara su pregunta, subiera los escalones como si quisiera destrozarlos con los pies, y azotara la puerta de mi habitación, fue suficiente para que cualquiera en la casa supiera que no estaba de humor. Aun así, no pasó mucho para que asomara su cabeza por la puerta.

—¿Puedo pasar? —preguntó cauta. Me quedé callado porque en realidad no quería que pasara, pero tampoco quería darle un no rotundo—. Te traje comida.

Mi enojo incrementó con la última frase. Ella bien sabía que me había propuesto bajar de peso y, aunque lo estaba logrando por las sesiones de básquetbol y natación, todavía tenía problemas para controlar mi impulso por la comida, en especial por la chatarra.

—No me hagas esa cara, Alexandre —murmuró, cerrando la puerta tras de sí. Al sentarse en la cama, levantó el domo metálico del plato—. Ensalada con carne magra, ¿qué dices?

—Gracias, mamá —convine, sintiéndome pésimo.

—Supongo que no te fue tan bien.

Lo sabía. Sabía que sacaría el tema a relucir.

La cuestión era que mi relación con Irina no iba como yo hubiera querido. Después de armarme de valor e invitarla a salir por primera vez, seguimos frecuentando en plan romántico. A veces estábamos bien, a veces estábamos mal. Incluso pensaba que tenía ciertos problemas de bipolaridad.

—¡Está loca! —exploté por fin—. No sé qué es lo que quiere porque de seguro ni ella lo sabe. Y ya me cansé de tratar de adivinarlo.

—Creí que habías dicho que la querías.

Hice un mohín. Meses atrás, cuando me iba a declarar, se me ocurrió la estúpida idea de preguntarle a papá sobre la floristería a la que solía llamar para sorprender a mamá. Como los arreglos que envían son espectaculares, Irina no dudó en entrar a mi salón y, delante de todos, besarme con efusividad. Ese día estaba tan pletórico que en la cena afirmé que la quería y que lo haría por siempre.

—¡Bah! Creo que ella a mí no y, para serte honesto, madre, no me apetece querer a ninguna mujer con desequilibrios.

Simone rio. Me gustaba que lo hiciera porque de inmediato yo lo hacía.

—Veremos si lo cumples.

—¿Dudas de mí? ¡Es en serio!

—Eso decía tu padre —susurró cómplice, guiñando un ojo.

—¿Eso qué quiere decir?

Se levantó con gracia y se acercó para darme un beso en la frente. Luego de eso, se fue porque el teléfono comenzó a sonar.

Durante semanas estuve meditando sobre sus palabras hasta que ya no pude más y fui directamente con Gerard.

Lo abordé una tarde, después de la cena. Ya había revisado los papeles que dejó en su escritorio sobre las ganancias mensuales, y por eso sabía que su humor estaría por las nubes.

Cuando le pregunté, su carcajada me hizo divagar por qué no podía ser así siempre.

—¿Y bien? —increpé al ver que no daría información.

—Los hombres Tremblay somos unos estúpidos, Alexandre. Nunca lo olvides.

Vaya respuesta, pensé.

—¿Por qué?

Encogió los hombros sin perder la sonrisa.

—Elegimos a las mujeres más... peculiares.

Redención [Saga Doppelgänger]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora