ALEXANDRE
Mayo, 2015.
No hay nada que llame más la atención en un aeropuerto que una pareja de recién casados.
Aunque, en nuestro caso, solo teníamos la apariencia, puesto que Merybeth y yo no podíamos presumir del título de marido y mujer.
Sí. Mi idea de estar presente en la ceremonia, e incluso firmar una constancia, fue romántica, pero la verdad es que en el mundo real las cosas no son tan sencillas.
La pelirroja aceptó el anillo que le ofrecí, y también puso su firma junto a la mía en ese papel; no obstante, nadie, y mucho menos un extranjero, se puede casar así de fácil.
Un par de ancianos seguía mirándonos desde el otro lado de la sala de espera al tiempo que se murmuraban cosas al oído; lo más seguro es que sus cuchicheos se refirieran a lo felices que debíamos sentirnos.
¡Ja!, pensé. Si supieran.
La verdad es que McNeil se había enojado conmigo y llevaba como cuarenta minutos sin dirigirme la palabra. ¿La razón? Le confesé que nuestro matrimonio, si bien bendecido por Dios —que dejó noqueado a Sinclair el tiempo suficiente, y por supuesto yo tomé eso como una señal divina—, en realidad era improcedente si nos ateníamos a las leyes del Reino Unido.
Me acusó de mentirle deliberadamente, y a pesar de que le prometí una boda en toda regla para cuando ella quisiera, siguió refunfuñando hasta que llegamos al aeropuerto de Edimburgo.
Nos metimos al avión en cuanto la auxiliar de vuelo nos lo permitió. Como todo debía ser lo más eficiente posible, solo llevábamos una mochila no tan grande. Ya TJ se encargaría de enviarnos nuestras pertenencias después.
Los ojos de Merybeth se perdieron en el infinito al abrir el morral y ver el sobre manila que había en el interior. Cualquier cosa que iba a buscar, quedó olvidada; cerró el zipper y fijó su vista en la ventanilla. Una franja naranja era lo último que quedaba del sábado treinta de mayo.
Tras darle un apretón en la mano, que por fortuna no rechazó, corrió la cortina y se recargó en mi hombro.
Después de firmar la constancia, salimos de la capilla sin esperar a que el párroco volviera de la llamada que mantenía con TJ, fingimos un poco de regocijo delante de los invitados, y disculpamos nuestra futura ausencia en la recepción, puesto que hubo un error con nuestro vuelo y teníamos que irnos si queríamos llegar a tiempo.
Nos fuimos a toda velocidad, pero no a Edimburgo, sino a Guildtown. A mí, al igual que a Merybeth, me hubiera gustado ir directo al aeropuerto; temíamos que Sinclair frustrara nuestra huida, sin embargo, primero debíamos confiscar todo rastro de su existencia.
Si queríamos un buen margen de tiempo, teníamos que obstaculizar su persecución tanto como nos fuera humanamente posible. En cuanto llegamos a la granja, mi chica sacó de una maleta ya preparada un sobre que incluía identificaciones y pasaportes. No conforme con eso, la insté a llevarnos actas de nacimiento, cédula profesional, certificados escolares, licencia de manejo, escrituras de la propiedad, recibos de pagos y cualquier otro papel legal en el que apareciera el nombre de mi doble. No era una solución permanente, pero al menos le tomaría semanas recuperar su identidad y tramitar lo necesario para poder salir del país.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó, frotando su frente en mi hombro, como si tuviera comezón.
Su voz me sacó de mis divagaciones.
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Redención [Saga Doppelgänger]
Мистика«Merybeth, por ahí dicen que somos la suma de pequeñas cosas. Nuestro presente, quienes somos, no es más que la acumulación de momentos efímeros que parecieran insignificantes, pero que no lo son. ¿Qué tanto modifica tu destino un beso en Roma? Me c...