Capítulo 20

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ALEXANDRE

Cada músculo de mi cuerpo se sentía laxo. Salí de la inconsciencia como si tratara de nadar en gelatina, avanzando con lentitud al tiempo que mi cerebro empezaba a trabajar con los pendientes del día.

Ni siquiera había abierto los ojos cuando una estúpida sonrisa se dibujó en mis labios. Ya se me había hecho costumbre amanecer de buenas, pero claro que eso era lo más lógico si considerábamos que lo primero que veía al despertar era la sensual figura de una mujer que me traía loco de la felicidad.

La luz de la mañana le daba un color espectacular a su piel cremosa, y ese cabello rebelde se veía como si tuviera vida propia. Ver el surco que le recorría la espalda me hizo querer mandar al diablo la junta con los proveedores. Y quizá así habría sido de no ser que, al momento de acariciarla, se estremeció cual animalillo lastimado.

Solo entonces me di cuenta de que estaba llorando. Sus ojos estaban hinchados, su nariz roja y la almohada mojada.

Lo primero que hice fue pensar que quizá le había hecho daño. Vamos, esa mujer cegaba mi poca racionalidad y había ocasiones en las que me costaba controlar mis instintos al igual que a ella; no era raro que encontráramos marcas en nuestra piel que, con la pasión del momento, ni notábamos que nos las hacíamos.

Revisé su cuerpo en busca de algo que pudiera confirmar esa teoría. Asimismo, recordé lo que le había hecho, pero no pude encontrar algo que la pudiera haber puesto así; otras veces nos habíamos puesto más rudos.

—¿Amor? —susurré dubitativo—. Yo... lo siento.

Más lágrimas salieron, solo que esta vez acompañadas de tímidos sollozos.

—Si te lastimé, juro que no fue a propósito. Perdóname, prometo ya no ser tan...

—No fuiste tú —interrumpió con la voz ronca. Giró y se aferró a mí con fuerza; sus lamentos incrementaron al igual que la humedad que me fue empapando el pecho. No entendía qué sucedía, y como ella parecía que no podía o no quería hablar, me limité a acariciar su cabello—. Alex... yo... —Se quedó callada y tragó saliva haciendo demasiado ruido—. Perdón, solo estoy hormonal.

Odiaba eso; no que sus hormonas femeninas la tuvieran así, sino que eso me hacía sentir impotente porque, por más que quería, no sabía cómo hacerla sentir mejor.

—¿Ya te tienes que ir? —preguntó con cierto dejo de temor.

—¿Quieres que me quede un rato?

Su asentimiento fue algo torpe porque su cabeza no tenía mucho espacio para maniobrar.

Durante varios minutos estuvimos en esa posición, sin hablar y sin hacer otra cosa que no fuera acariciarnos lo poco que podíamos sin movernos para no alterar la paz. Merybeth se calmó solo cuando el sueño la venció. Dejé de sentir los espasmos de su cuerpo, que me indicaban que su dolor era más fuerte de lo que demostraba, y en su lugar sus extremidades se relajaron.

Las manecillas del reloj sobre el buró se burlaron de mí, aun así, me tomé mi tiempo para acomodarla sobre el colchón y limpiarle las lágrimas.

Cabe decir que no les presté mucha atención a los representantes de las distribuidoras con las que teníamos alianzas. Lo que restó de la mañana y parte de la tarde mi mente estuvo en casa, preguntándose si ya estaría bien.

Eso de convivir con una mujer era más difícil de lo que parecía.

Cuando llegué, Merybeth estaba mucho más animada. Estaba en la cocina tratando de preparar una gelatina bastante compleja que seguía de un tutorial de internet. Cantaba el coro de una canción de The red hot chili peppers al tiempo que ponía en la licuadora una mezcla de leches.

Redención [Saga Doppelgänger]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora