Capítulo 05

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ALEXANDRE


El funeral de Monique fue precedido por un párroco tan viejo como el Exwick Cemetery. Pocas personas asistieron, supuse que la mayoría fueron familiares y amigos de infancia que no lograron salir de ese pueblo simplón; y aunque no tuve el valor de acercarme a escuchar la misa en su nombre, con un poco de decepción noté que muy pocos de sus amigos y colegas de Edimburgo se presentaron.

Mi primera intención fue rendir mi más profundo pesar frente a su tumba, escuchar las buenas palabras de aquellos que la conocieron y, tal vez, decir algo por mi propia cuenta. Sin embargo, al caminar por los grandes campos con sus grises lápidas sobresalientes, y percatarme de la intimidad del grupo en luto, creí más prudente excluirme.

Permanecí ahí, fingiendo orar por el difunto a mis pies, hasta que los asistentes, con las cabezas inclinadas por el dolor, se esparcieron en silencio.

Todo ese rato intenté bloquear mis sentimientos. Traté que el recuerdo de la primera vez que la vi, gritando a los cuatro vientos en esa escueta habitación de hospital, fuera más agradable que hiriente. Quise sonreír al pensarla viendo las carpetas de los proyectos y emocionarse por muebles coloridos que nunca compró porque le parecieron demasiado costosos. Luché por imaginarla con las mejillas sonrosadas por la cerveza, por el pudor, o por el placer, en vez del rostro pálido que descubriría si se abriera el ataúd. Y sobre todo, me obligué a no pensar en la culpa que me haría gritar hasta perder la voz porque un descuido la llevó al último sitio que visitaría en su vida.

Porque sí, muy en mi interior, y a pesar de que no encontraron nada que pudiera justificar su estadía en Culross, yo sabía que la estúpida nota sobre su buró fue lo que la dirigió a la abadía esa tarde.

Si TJ solo se hubiera limitado a darme la información hablada, o si yo no me hubiera aprendido de memoria sus garabatos, Dunne no habría tenido ni una sola pista de dónde encontrarme.

Me dolía pensar que hasta el mínimo cambio habría sido la diferencia.

No fue sino hasta una hora más tarde que reuní el valor suficiente para acercarme. La superficie de la tierra que cubría su lecho apenas si servía de cama para unas cuantas flores modestas; aún no había lápida, ni nada que pudiera indicar que ahí yacía la doctora, mas que un marco de madera tan simple como su despedida de este mundo.

—Lamento ser el responsable de que tu mayor miedo se hiciera realidad, Dunne —exclamé con pesar, ignorando el nudo en mi garganta—. Quise hacer que emprendieras el vuelo, y creo que lo único que hice fue cortarte las alas.

Me hinqué sobre la tierra húmeda, en parte porque un ligero hormigueo apareció en mi pierna, producto de esperar por tanto tiempo parado, y en parte porque quería más intimidad con ella.

Dejé el ramo de rosas blancas junto a las demás flores y tomé su fotografía. Su piel canela lucía tan suave como se sintió en vida; esos ojos no podrían irradiar más felicidad, y su sonrisa quizá habría ganado el concurso de la sonrisa más bella de Inglaterra. Inconscientemente pasé mis yemas por el contorno de su rostro, queriendo acariciarlo con suavidad, como contadas veces lo hice.

No pude ser honesto cuando la tuve en mi vida porque mi capricho me cegó, pero al menos lo podría ser una vez. Quizá no me escuchara, o sí, ¿quién podría decirlo? No obstante, lo diría, porque debió saberlo.

—Tenías razón, Monique. Todos merecemos un amor que no nos haga cometer locuras. Lo peor, y que ahora me carcome, es darme cuenta de que tu constancia quizá rindió unos frutos que maduraron muy tarde.

Redención [Saga Doppelgänger]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora