MERYBETH
Esperé por días a que Alex volviera.
Después de leer lo que escribió en aquel papel, quise creer que en cualquier momento regresaría; después de todo, habíamos acordado que aquellas palabras significarían eso; que, por más difícil que fuera la situación, con esa frase nos aseguraríamos de que el otro supiera que seguiríamos ahí.
Pero las horas pasaron, y con ellas la desesperanza se fue filtrando en mi sistema.
Aun así, traté de calmarme. Intenté refugiarme en la simplona programación de la televisión, en los ruidos de la calle, en las palabras que significaban un volveré, y en el silencio reconfortante del celular porque, si no había noticias, entonces nada malo había ocurrido.
Cuando ya no pude más, lo llamé. Marqué tantas veces a su celular que perdí la cuenta. Al inicio entraron las llamadas; cada timbrazo me carcomía en ansiedad porque no sabía si contestaría o seguiría sonando. Sin embargo, luego el buzón fue lo primero que escuché; el único lazo de comunicación entre nosotros se había cerrado.
Lo intenté. Juro por mi vida que me aferré a que él no habría sido capaz de hacerlo. No obstante, esos días mi espíritu se había debilitado tanto que me resultaba difícil ver la luz. Cuando recordaba a Alex, ya solo veía a un hombre consumido que se olvidó de sí mismo y que solo Dios sabría lo que pasaba por su mente.
Dejé de comer y de dormir por la preocupación. Esas horas apenas si las recuerdo porque solía recostarme en la cama, abrazando su ropa mientras lloraba en silencio. Empecé a odiar el mutismo del teléfono, y la frase, que aunque al inicio consideré como una promesa, después me pareció más una despedida.
El conocimiento de que había perdido casi todo, y que había sido por la serie de errores que cometí, fue lo que terminó con mi poca cordura.
Desperté el martes como a eso de las cinco de la mañana, después de una serie de siestas inconstantes que no profundizaban en un letargo revitalizante. El dolor que se había extendido por mi pecho, me hizo querer volver a casa, regresar el tiempo, u olvidar todo lo ocurrido.
No pensé, solo actué de forma automática. Guardé todas las cosas de alguien que, comprendí, jamás volvería; todo, excepto un abrigo negro que era tanto suyo como mío. Por supuesto que me habría gustado llevarme sus maletas, no obstante, no me sentía con la fuerza mental para soportar ver lo que le perteneció y vivir con la duda de qué es lo que había ocurrido con él.
Dejé el departamento como lo encontramos a nuestra llegada. Sin rastro de que ahí hubiera vivido alguien más que no fuera su ocupante original. Me puse el abrigo y salí con mi equipaje en mano, directo a la estación de trenes.
Por fortuna, me encontré con el vecino de confianza de TJ que recién llegaba de correr; le devolví las llaves e incluso me hizo el favor de ayudarme con una de las maletas.
Tampoco recuerdo mucho el trayecto a Escocia. Debí quedarme dormida cuando mis divagaciones sobre por qué había comprado un boleto para Edimburgo y no para Port Glasgow, bailaron en mi cabeza. En un momento estaba en la cabina del tren, y al otro ya se escuchaba el sonido que anunciaba la llegada a nuestro destino. Habían transcurrido cuatro horas y media sin que me diera cuenta.
Me fui de la estación sin tomar mi equipaje. De repente, no sentí que lo necesitara o que me importara; ya casi nada parecía tener un sentido significativo para mí y ni siquiera me molesté en conservar el teléfono porque temía que en cualquier instante me trajera las noticias de las que huía. Lo tiré en el primer bote de basura que se cruzó en mi camino.
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Redención [Saga Doppelgänger]
Paranormal«Merybeth, por ahí dicen que somos la suma de pequeñas cosas. Nuestro presente, quienes somos, no es más que la acumulación de momentos efímeros que parecieran insignificantes, pero que no lo son. ¿Qué tanto modifica tu destino un beso en Roma? Me c...