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─¡Buen show, Willy! ─Tony palmeó mi espalda sin importarle cuánto odiaba que me dijeran así, entregándome una botella de agua con la otra mano. El espectáculo había durado más de dos horas y la garganta, literalmente, me ardía.

Bebí varios sorbos de un trago y a pesar de la muestra de afecto de mi representante, su semblante no era de lo mejor. Se lo hice saber al fruncir mi ceño y ser directo al formular un "qué rayos sucede aquí".

─Willy...tenemos que hablar. Vamos al camerino ─avanzó por el estrecho corredor por detrás de la estructura metálica del escenario; yo en cambio, me detuve en seco ante sus palabras.

─Larga ya mismo el rollo.

Tony rascó su nuca; deambulaba nervioso y era más que notorio.

─¡Vamos Tony! A mí no me engañas, ¿qué está pasando aquí? ─sostuve su codo con insistencia, abollando la botella contra una de las paredes circundantes.

─Tu padre...

─¿Mi...mi padre?

─Tu madre me ha telefoneado a poco de comenzar el show para decirme que tu padre...ha muerto.

Tragué en seco, no porque no me lo esperaba sino porque jamás había imaginado cuáles serían mis sensaciones en un momento como este. ¿Cómo reaccionaría ante la muerte del hombre del que no habíamos apartado cuando yo era un pequeño de cinco años y apenas lograba limpiarse los mocos?

¿Cómo contendría a mi madre, quien siempre lo había amado a pesar de sus gritos, su violencia doméstica y sus problemas con el maldito alcohol?

Robert Dench era ese sujeto cuya palabra "padre" le quedaba holgada.

Empleado de un taller mecánico, viviríamos en un infierno desde que yo tenía uso de razón.

Para el momento oficial del adiós, en una tarde lluviosa de abril, ellos habían discutido lo suficiente como para que yo aún recordase los magullones en torno al ojo izquierdo y el labio superior de la boca de mi madre. El morado ocupaba casi todo su párpado y la sangre, sus encías y dientes.

Cogiendo un bolso con algunos juguetes y un puñado de ropas, ella me llevó a la rastra un par de calles bajo la tormenta hasta tomar un ómnibus que nos dejara en Phoenix, donde mi abuela Stella tenía su casa de amplio parque trasero.

Diez años más tarde de aquella tarde, me lo encontré en el velatorio de mi abuela, aquella que tanto lo odiaba y quien había dado refugio a su única hija y nieto.

Deseaba molerlo a golpes; su andar ladeado, su barba desprolija entrecana y sus ojos oscuros, me bastaron para reconocerlo a pesar del tiempo transcurrido y de las viejas fotografías que mamá conservaba entre sus pertenencias.

En la funeraria, mis puños se comprimieron de tal forma que creí que se me quebrarían las falanges. Avanzando unos pasos, dejando a mi madre junto al féretro, me dispuse a enfrentarlo sin importarme nada las veinte personas que acompañaban a la familia en ese terrible pasaje de nuestras vidas.

Sintonizados: el latir de tu voz - (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora