Prefacio

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Este era un pueblo sin nombre; tierras que han sido afectadas por una devastadora guerra. Años de conflicto acarreado por crisis política y económica dio origen a una perenne guerra entre regiones. El grupo humano más afectado se podía encontrar fácilmente en cada hogar del pueblo: la familia, al ver al esposo, padre y amigo, marcharse con la promesa de regresar con un futuro mejor entre sus manos, y quizá algo de paz en el corazón. Eran los cientos de puertas y ventanas donde madres no muy diferentes entre sí se cansarían de esperar con el tiempo, a pesar de permanecer con un fuerte palpitar de esperanza bajo su pecho. En el campo de batalla la historia se tornaba diferente: hombres verían caer a aquellos que alguna vez fueron sus compañeros, sus amigos, sus hermanos; hombres que dieron sus vidas junto a quienes lideraban prometiendo traerle paz a su pueblo. Las trincheras serían se convertirían en refugios cinco estrellas al resguardar por unos segundos más sus inciertas vidas. Eran escasos los momentos de celebración al derrotar un bando, escasos instantes en que pudiesen regalarse un largo y merecido suspiro, porque al siguiente estruendo llegaría un conjunto humano de mayores proporciones. El transcurrir de los días era una película en cámara lenta cuyo nudo eterno era la lucha constante por permanecer con vida. Aquel combatiente se asomaría a la cima de un cerro, observaría a las lejanías y recordaría sus primeros meses en este conflicto; entonces apagaría sus ojos. Con el pasar de los días, meses y años, aquellos seres humanos sentían que estaban en una carrera que de a poco se volvía eterna. La falta de sueño, la escasez de comida, desórdenes de conducta, factores claves que harían de muchos hombres sus propios enemigos. Como muchos, con el tiempo llegarían periodos inevitables de depresión, faltando poco o nada para dar luz a las primeras alucinaciones. El combatiente se da un momento para pasear por el lugar que hace unos minutos fue el centro del décimo enfrentamiento en la semana; no quedaban más armas, al menos no de fuego; camina abriéndose paso entre las decenas de cuerpos que yacen enfriándose. Uno no está consiente sobre lo que está sucediendo hasta que es testigo de la primera muerte. Para algunos, ese periodo de lucidez les duraría poco, ya que para entonces era demasiado tarde. Para otros, será lo único que los mantendrá a salvo, un sentimiento de supervivencia; se darán cuenta que tener pulso bajo sus venas sería como un regalo, un efímero regalo que bien se podría desvanecer. El combatiente llega hasta su grupo. Toma un arma blanca, algo de agua y un gorro parchado que lo proteja de los intensos rayos del sol. Entonces ve cómo sus compañeros llevan consigo pertenencias que no hacen más que estorbar. Algunos soldados se tomaban la molestia de cargar recuerdos del hogar que los vio partir. Uno de ellos lleva una foto de su pequeño hijo; otro, un collar que su hija le había obsequiado por su cumpleaños; aquél, un grueso diario de memorias, el cual estaba tan viejo como si de su padre se tratase, quizá; hombres de un pueblo cuyo nombre habían olvidado con el tiempo. El combatiente se acerca a una de las fuentes de agua, toma un recipiente y lo baja con cuidado. Al inicio, muchos de ellos no tenían muy claro el porqué de batallar contra un grupo humano del cuál conocen poco o nada. Era una realidad que todos vivían: la desconexión con los territorios vecinos, la falta de comunicación; un pueblo perdido en el tiempo. Bebe el agua y regresa el recipiente a su puesto. Camina nuevamente hasta la fuente y ve su reflejo en él. Al cabo de la primera década, las familias habían cambiado. Los habitantes del pueblo sin nombre aprendieron a sobrevivir en medio de una guerra fluctuante. Cada ser humano, hasta el día de hoy, no ha dejado de tener la guardia alta, pero tampoco ha reprimido la felicidad que caracterizó a su pueblo durante tanto tiempo. El combatiente mira fuera de su ventana, la tarde ha comenzado a caer; y como cada día a la misma hora, saldrá a buscar la paz para su pueblo, con el reflejo de una puerta abierta en su memoria.

Si acaso no cruzamos la línea
aquella que nos limita o nos
libera
Si acaso no cruzamos el umbral
y vemos nuestro presente como
un final
Si acaso me rindo y no sé cómo continuar
Si acaso me rindo y libero
mi miedo y condeno
mi paz
Si acaso no temo que
nunca deje de temer
Si acaso temo el necesitar
temer
Si acaso
ahora
viviese sin
llegar al
final

Eternas MemoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora