34 | III

6 3 0
                                    

Retroceso

Mi instinto maternal me trae intranquila. Conduzco a lo largo de la autopista con mi hijo en la parte de atrás; llego al túnel. Él se asoma a la ventana y observa cómo las luces parpadean rápidamente, y mantiene la mirada fuera de sí un instante. ¿Por qué estaré tan nerviosa? Después de un largo trayecto, visualizo la salida y noto que ha comenzado a llover. La luna se pierde mientras avanzo hasta mi destino. Luz roja; luz verde, perfecto. Absorta en mis pensamientos, no logré escuchar la estruendosa sirena de una ambulancia que venía en sentido contrario, sino hasta que el parabrisas se rompió, como vi mi vida romperse en esos escasos y eternos segundos, segundos que nunca olvidaré. Cuando realmente escuché la sirena, ya no iba conduciendo, por desgracia. Paramédicos nos llevaban a mí y a mi hijo en camillas por separado, cuando antes lo tuve en mis brazos. Pequeño, no es tu culpa, pequeño.

***

Le facilitaron una carpeta para relatar lo sucedido en aquella autopista. No sé qué escribir -había dicho ella, en un estado catatónico, sin el control de su propia respiración, a pesar de tener latente el accidente como si aún estuviese frente al parabrisas a punto de romperse-. Déjenme ver a mi hijo -exclamó sin aliento-, déjenme verlo. Le mostraron entonces una pantalla de la cabina en donde se encontraba; y lloró enmudecida, al verlo conectado a tantos cables, como una máquina, con pintas de sangre. Señora, no sabemos si sobrevivirá -qué más pudo decirle el médico, nada más, no sin lástima en su mirada-; es propenso a entrar en un estado de coma -le dijo-, hasta podría quedar sin memoria. ¡No! -gritó de tristeza aquella mujer y madre- ¡no, por lo que más quieran!

El cielo se detuvo a contemplar la escena de una madre compungida, se detuvo. Por ahora lo mejor será esperar a que despierte -y con esas palabras flotando en el ambiente, esa madre, con un acuchilleante sentimiento de culpa, mantuvo su mirada inexpresiva y a la espera-.

Al amanecer, junto a un pequeño rayo de sol que atravesaba la cortina, una mano encontró reposo sobre otra. Y sonrisas revolotearon mientras la estrella del amanecer se alzaba sobre el horizonte. Mami -dijo-, ya no estés triste, yo estoy bien. Y de inmediato lo estrechó entre sus brazos, quienes temieron olvidar ese protector calor de un abrazo. Mami, hay un niño que está a punto de morir, le podría prestar mi corazón, sólo hasta que se recupere -decía sonriente-. Si él tan sólo supiera. La madre accedió sin chistar. Algún día debía pasar -se decía-, sólo era cuestión de tiempo gracias a su enfermedad. Y el gesto de su hijo por aquel niño fue el más puro y latente acto de amor que jamás había visto.

Aún tenía la carpeta para relatar el accidente, y volvió a repetirse: no sé qué escribir.

De vuelta a casa, tras conocer a su cantante favorita, y con la tranquilidad ya renovada, los esperaban escondidos su familia y amigos para cantarle "Feliz cumpleaños a ti"; y él sonreía mientras cuidaba como oro el recuerdo de una carta para una chica de bellos ojos. No sé qué escribir -se había dicho al momento de tomar su lápiz-, pero lo hizo.

Después de recibir un beso de su madre, se quedó dormido, mientras escuchaba notas de piano, soñando que tenía alas y que volaba alto, lejos y alto, para salvar a un desconocido; y después, perdido en esa mirada, le decía cuánto la amaba.

Al otro día, el último de su vida, notó un anuncio casi invisible de un concurso, uno de escritura.

Y escribió, como nunca antes lo había hecho; escribió.

Eternas MemoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora