11 | VI: Ya no sé qué más decir

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—Hay fotos muy interesantes. Inclusive en un lugar del que mucha gente sale sin vida, le di mi propio toque de felicidad —su nieto está fascinado—. Aquí hay varios ancianos reunidos tomando café. Parece que fuesen amigos de toda la vida, los cuales sólo están de a visita y pronto saldrán riendo. Aquí hay una mujer mirando a través de su ventana, y su cabello yace cubierto por un fino manto blanco. ¿Acaso no te da gusto ver estas fotos?

—Abuela, no parecen fotos sacadas de un hospital. Mucho menos de personas que pronto darán su último respiro. Realmente me gustan mucho.

—Hay varias fotos que hacen falta aquí —tose un poco—. Una de ellas es sobre una persona que me llamó mucho la atención: una encargada de piso, una madre que amó mucho a su hijo y tuvo que dejarlo ir a muy temprana edad, por una petición que él mismo le había hecho como última voluntad —pide unos segundos, se dirige a la cocina y regresa con un vaso de agua—. Su historia marcaría un punto de inflexión en mi forma de ver la vida, como fotógrafa, como humana. Bebe un poco, hace mucho calor —le entrega el vaso—. En sus primeros años de vida, su hijo fue diagnosticado con una enfermedad que no lograba ni quería recordar, la misma que más temprano que tarde se llevaría a su hijo sin que ella pudiese hacer mucho al respecto —el pequeño volvió a poner su mirada de inocente seriedad—. Transcurrió el tiempo y el hijo conoció a un niño algo menor. Ambos crecerían siendo muy unidos. Recuerdo que mientras me contaba todo esto, se quedó mirando el piano de la sala. Creía que sólo miraba en aquella dirección para recordar y aclarar sus palabras. Me contó que con el pasar de los años, la enfermedad parecía perder fuerza; incluso un día le escuchó decir al otro niño que se había enamorado de la chica más preciosa que jamás había visto. Desde ese momento su hijo no paró de escribir poemas —el pequeño bebe un sorbo de agua—. Ella me contaba su historia, pero no pude pasar por alto su evidente interés en el piano. No pude contener mis dudas y le pregunté, a lo que ella respondió: «Su pequeño amigo tocaba el piano. De hecho, las veces que no jugaban en el parque, o en el patio, o con la nieve en invierno, el pequeño Gael le enseñaba a tocar piano a mi hijo, Khaled. Eso era lo más peculiar de su amistad: parecía que se conocían de toda la vida; parecía que él encontró un hermano de vida. Khaled veía a Gael, pero Gael nunca pudo ver realmente a Khaled, dado que era ciego. Y nunca tuvo problemas en enseñarle a tocar piano, ¿usted se imagina?».

Gianny se muestra muy confundido. Mira sus manos y se tapa los ojos. Se vuelve a mirar las manos. Se vuelve a tapar los ojos.

—Abuelita, yo no creo que pueda tocar el piano sin mis ojos para guiarme.

—Eso no lo sabes. Nunca sabes hasta dónde tu mente y tu cuerpo te podrían llevar. Lo que me dijo la señora es que él nunca le enseñó a tocar realmente, sólo dejaba que el piano pueda llegar a escucharse a través de sus manos. «El piano cobraba vida cada vez que Gael posaba sus manos sobre él, y Khaled sólo se limitaba a contemplar ese espectáculo cada tarde. Pero Gael... Gael sufrió un grave accidente —en ese momento aquella mujer parecía dividirse; era ella ahora luchando contra ella ayer— y requería un donante de corazón, alguien que pudiese salvar su vida. Entonces una noche mi hijo llegó y me preguntó: "Mami —una lágrima rodó por su mejilla—, mi amigo está a punto de morir, ¿le podría prestar mi corazón, sólo hasta que se recupere?"». No creerás el tiempo que se detuvo a pensar en las palabras que acababa de pronunciar. Pude notar que ahora le fue mucho más fácil decirlas, pero no me imaginaba en ese instante el camino que tuvo que recorrer para no volverse a quebrar como la primera vez. Si él tan sólo supiera, me decía la madre, sólo era cuestión de tiempo gracias a su enfermedad. El gesto de su hijo por aquel niño fue el más puro y latente acto de amor que jamás había visto, decía. Llegó un punto de la entrevista en que confesó: "Lo siento, ya no sé qué más decir, no sin romperme nuevamente". Antes de retirarse, me dijo que era la encargada del piso de arriba y me entregó una foto de él, de su criaturita, de su hijo, un pequeño ser que con el poco tiempo que estuvo en este mundo, le regaló la oportunidad de vivir a otro ser humano no muy diferente a él.

Entonces estaban dos seres no muy distintos entre sí, compartiendo unos cuantos minutos en aquella sala, una sala con una memoria de ciento un años.

—Abuelita, si tú te llegas a encontrar en una situación similar, quisiera darte un poco de mi corazón, porque si te doy un poco, ambos compartiremos un poco uno del otro. Entonces podré volver a verte sonreír cada mañana dispuesta a contarme más historias.

Eternas MemoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora