7 | IV: Con una sonrisa en el rostro

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—Abuela, ¿cómo es que tienes tantas fotografías? Me has mostrado algunas, pero en tu habitación tienes un estante lleno de ellas.

—Pequeño, yo trabajaba tomando fotos. Realmente nunca pensé que podía dedicar mi vida esto. Es decir, sacaba fotos muy buenas dedicando algo de tiempo, pero no lo consideraba un trabajo. O fue así hasta que gané un concurso acerca de captar la esencia del invierno —la sonrisa de la anciana revelaba una tierna belleza de la edad—. Lo único que hice para ello fue tomar una foto de algunos copos de nieve cayendo fuera de mi ventana —señala—. Ésa ventana. Me dieron la oportunidad de trabajar como fotógrafa para una revista —Gianny se dispone a buscar la foto y la encuentra en el primer portafolio de la estantería; la abuela se sorprende y asiente con la cabeza—. Así es, estuve durante muchos años captando animales en su estado más salvaje, llevando conmigo heridas de todo tipo. Llegué a atrapar imágenes de grandes tortugas de más de ciento cincuenta años; la Vía Láctea a altas horas de la noche; niños jugando sobre la nieve; un sinfín de situaciones que pusieron en peligro mi vida, pero si se me diera la oportunidad, lo volvería a hacer. Guardo en mi memoria aquellos bellos y largos años —suspira largo—. Aunque no siempre fue así —apunta a otro portafolio; eran un conjunto de fotos totalmente diferentes a aquellas llenas de color—. Un día fui llamada para documentar el trabajo de una fundación en un hospital. No supe qué decir. Me gustaba mostrar a la gente las maravillas que escondía nuestro mundo, no historias de este tipo. De modo que rechacé la propuesta —Gianny escuchaba con atención a su querida abuela; ella mantiene la mirada en un solo punto de la habitación—. Luego de unos días volvieron a llamarme. En ese tiempo me puse a pensar que quizá me estaba portando algo egoísta, o tenía miedo a lo que pudiese encontrar. Mi carrera hasta esos momentos se había basado en presentar un trabajo dirigido a todo público. ¿A quién no le gustaría abrir una revista y deleitarse con la belleza que la naturaleza tiene qué ofrecer? Sin embargo, sentía que a medida que veía mis fotografías y documentos anteriores, comenzaba a notar que ciertas imágenes se volvían algo monótonas. Aquella era una época en donde no conocí más que algunas personas que me ayudaban con mi trabajo, y caí en cuenta que si no hacía algo al respecto podría perder la motivación por mi trabajo. Perder la motivación en el camino es un arma letal que te apagará desde adentro. Me volvieron a llamar, y acepté, aún guardando cierto recelo. El trabajo era documentar la vida en un hospital que trabajaba en conjunto con una fundación. Debía entrevistar a las personas que formaban parte del grupo de ayuda y las que recibían atención médica. Personas sin hogar, personas que habían sido diagnosticadas con una enfermedad severa y no tenían a dónde ir, o personas que nunca tuvieron a nadie a quien recurrir. Al lado del hospital había un edificio donde vivir, pero la mayor parte del tiempo la gente se encontraba en el hospital —su nieto retira una foto del álbum y hace una pregunta—. Sí, ese es un piano, ¿a que no te parece hermoso? El dueño de la fundación era amante de la música, de manera que instaló un piano en medio de cada hospital —Gianny señaló otra parte de la foto—. Ésa era la habitación de una pareja de ancianos. Él tenía ciento dos años y ella ciento tres. Él padecía cáncer de páncreas; y ella había acompañarlo hasta que no tuvieran más historias que contar. Ambos lo perdieron todo en el conflicto armado de la ciudad vecina y fueron recibidos allí para pasar sus últimos días de vida. Lo sé porque se ofrecieron voluntariamente para ser los primeros en ser entrevistados. Él me dijo que debido a su ceguera pudo reparar lo hermosa que realmente era la voz de su amada. Aquella pareja tenía una hora asignada exclusivamente para las historias de los libros donados a la fundación. Fueron ellos los que hicieron popular ese hábito en los demás hospitales que colaboraban. Llegado el momento, él se pondría cómodo en su camilla, apagarían todas las luces dejando únicamente una lámpara encendida, permitiendo leer a Tiana, su esposa. Ella solía bromear al contar que tardó años en saber con seguridad cuándo estaba dormido y cuándo estaba despierto, ya que le gustaba mantener sus ojos abiertos. Me confesó que él nunca perdió la esperanza de volver a ver su sonrisa llena de amor. Al terminar la entrevista, regresaron a la habitación designada. Eran las cuatro de la tarde, y ella ya tenía preparado el siguiente libro —el niño señala otra foto del álbum y pregunta si acaso es del mismo día—. No, fue al día siguiente. Ella fue una de las mujeres que adoptó la tradición de la longeva pareja. Solía reunirse con otro huésped que entonaba el piano. Ambos compartían algunas noches cortas, en medio de historias que habían vivido y que nunca antes se las habían contado a alguien. Por desgracia, lo que la había llevado hasta allí fue una enfermedad que afectó sus pulmones. Una víctima más de la guerra. Secuestrada, obligada a hacer trabajos muy pesados, a adoptar hábitos más fuertes de lo que su cuerpo podía soportar. Al finalizar temporalmente la guerra, se encontraba sin norte, sin sur, sin un hogar donde caer. Hubiese muerto de no haber sido llevada hasta allí. Estuvimos conversando largo rato, incluso después de reunir toda la información necesaria. Me sorprendía que aún conservase su sentido del humor —se detuvo, haciendo una pausa para enfatizar lo que venía después—. De vez en cuando, mientras me contaba su historia, se tomaba el tiempo para hacer unas cuantas bromas —Eva recuerda el momento en que aquella mujer se levanta, recoge sus cosas y antes de marcharse dice: "Si voy a pasar lo que resta de mi vida en este lugar, que sea con una sonrisa en el rostro"—. Te seguiría contando, pero no respetaríamos nuestra hora de dormir —Gianny frunce el ceño, pero de inmediato sonríe y se dirige a su cuarto—. Que descanses, pequeño.

***

En algún instante del tiempo, un combatiente se sienta a observar cómo sus compañeros mueren uno a uno, sin nada que pudiese hacer para evitarlo. La agonía y la impotencia se apoderan de cada centímetro de su cuerpo y un grito se escucha en todo el perímetro.

Eternas MemoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora