28 | Foto XI

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Faltaban tres minutos para que la tarde comience a caer, y Bruce se encontraba en la orilla del mar, tocando en el piano una vieja canción del recuerdo. Va de escala en escala, tratando de reencontrarse con su galería de recuerdos hasta acabar en el más profundo de los silencios. Se rinde. Cierra el piano, y levanta la mirada. Entonces ve a lo lejos la silueta de una niña corriendo a su encuentro.

—¿Eres tú, papá?

Se ha levantado y camina hacia ella. El piano se abre nuevamente, y una melodía se comienza a escuchar.

—Papi, ¿dónde has estado todo este tiempo?

Bruce se toma su tiempo para entender qué está ocurriendo frente a sus ojos; qué es esta melodía que poco a poco va cobrando vida frente a él. Un golpe detiene en seco su corazón al reconocer aquella mirada que la guerra le arrebató. Era su hija quién se encontraba en frente, y él sólo pudo contener aquella emoción. Luego de existir atrapado en una tonada que se repetía sin fin, podía ahora descubrir detalles que yacían en la sombra, ocultos en un rincón oscuro de su memoria; sus ojos de a poco comienzan a brillar. 

La pequeña niña lo toma de la mano y lo lleva hasta donde las olas se encontrarían con sus pies, siempre se retirándose como prometiendo volver.

—Te he esperado durante todo este tiempo. Yo sabía que te encontraría, nunca dudé de ello.

—Mi niña, por favor, recuérdame tu nombre. He estado tanto tiempo fuera de casa que mi memoria me ha traicionado.

Tanto la melodía como el rostro de la pequeña cambiaron. Después de un instante, el sonido envolvente del piano se vio reducido a una nota que se tomó su espacio entre las miradas de aquellos seres.

—Ven, sentémonos.

Ambos observaban cómo ahora las olas apenas humedecían las plantas de sus pies, y aquella niña comenzó a hablar:

—Él día que partiste a la guerra mi madre pasó toda la noche asomada en la ventana, yo también. Desde que estamos aquí no hemos hecho más que esperar. Pero ahora te encuentras conmigo, y no sabes cuánta felicidad me da.

Ahora un ángel ha tomado asiento sobre el piano, y lanza un primer canto; y su voz se extiende por cada rincón de esta playa.

—Cada noche, antes de ir a dormir, imaginaba que aparecerías de sorpresa frente a mi ventana. Nunca perdí la esperanza de volverte a ver.

La tarde ha comenzado a caer.

—Nuestros vecinos se fueron muy pronto del pueblo. No podían seguir viviendo allí, decían, todos debíamos de hacer lo mismo. Pero mi madre y yo no teníamos a dónde más ir —el Sol se pierde en el infinito horizonte y de a poco las estrellas comienzan a aparecer—. Cuando llegó mi cumpleaños, deseé que aparecieras, pero me di cuenta que el pastel no tenía velas, quizá por ello nunca pudiste volver. Lo siento mucho —ella abraza a Bruce—. Pero sabes, no todo fue malo. Aprendí a tocar el piano por mi propia cuenta. Los vecinos se habían ido y dejaron uno en medio de la sala. Cuando mi madre dormía, me escapaba para tocar sin que se dé cuenta. Pero sólo era para sentir que estabas allí conmigo, por favor, no me regañes. 

—Tranquila, pequeña.

El ángel ve los ojos de la pequeña, y no evita conmoverse al presenciar aquella escena. No deja que la melodía parezca y se mantiene tocando una tecla, sólo una.

—Sabes, un día mamá me despertó diciendo que debíamos escondernos en el sótano. No entendía por qué —su hija se quiebra—, y cuando menos lo esperaba, unos hombres muy malos entraron golpeando las ventanas. Tenía miedo. Tenía mucho miedo —aquel ángel cambia la melodía, denotando preocupación y tristeza—. Ya en el sótano. Estuvimos esperando a que los hombres malos se cansen y se fueran —aquellos dedos celestiales llegan al punto de doler con cada nota entonada, con cada palabra que saliese de aquel pequeño ser que narraba su historia—. Pero... 

—¿Qué sucedió? 

—Bajaron al sótano y nos sacaron de allí.

Bruce se queda en silencio. Por un instante puede sentir la impotencia de escuchar aquello que más temía al salir de su fortaleza, de su nido, de su hogar.

—Mi madre les gritaba que no me hicieran daño. No me gustó ver a mi madre gritar. Sólo recuerdo hasta que alguien apagó la luz, y todo se quedó en silencio —la melodía se detiene, perece con las últimas palabras de la niña; luego de que se le escape una lágrima, el ángel cierra el piano—. A partir de ese momento, mi madre y yo nos encontramos aquí. 

—¿Tu mamá también está aquí? 

—Mírala por ti mismo. 

Bruce estuvo un largo rato observando el horizonte. Luego posa sus ojos sobre aquel ser que yacía tocando el piano el piano. Es ella. Aquel ángel tomó su condición humana y ahora era observada por aquel hombre que atravesó una guerra hasta terminar en este lugar, lejos de casa, en medio de gritos y escasas esperanzas de ver nuevamente un mañana.

—Querida. Mi amor. Te he extrañado tanto. 

Camina hasta ella, y da el abrazo que sintió que la vida le había negado. Corriendo llega la pequeña niña y a todo pulmón grita: 

—¡Te amo, papá! 

—¡Yo los amo a ustedes!

Eternas MemoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora