12 | Foto VI

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La gente siempre se castiga por lo que no ha hecho, antes de lo que ha llegado a hacer.

Era de noche en un hospital y la única luz provenía de una vieja lámpara. Un paciente con demencia senil estaba recostado leyendo un libro. Respiraba tranquilo en medio de la noche y se encontraba a la mitad de una historia interesante y no podía ser interrumpido. Una sonrisa se asomó a la puerta; era una señora de poco más de un siglo de edad. Cabellos claros pendían cubriéndole las orejas.

Mientras el paciente le contaba cada aventura que recordaba en esa oscura noche, la señora no dejaba de mirarle, ni por un segundo. Bruss usa su rostro para expresarle con todos los detalles posibles; entre muecas, sonrisas, asombros, enojo, tristeza, pena, alegría, felicidad, miedo, hasta terminar en una gran carcajada al notar lo que producía en su acompañante.

Y, al mirarla de lado, e inclinando un poco la cabeza, con una sonrisa le susurró:

—Gracias por escucharme en vuestro silencio.

El teléfono timbra en la habitación. Bruss confía ciegamente; quizá hoy sea el día en que reciba la llamada. Quizá.

La enfermera de turno se apresura a atender el teléfono.

—¿Hola...? No, número equivocado.

Asiente con la cabeza al escuchar; siente una mano reposar en su mejilla, además de una senil mirada de compasión. Entiende lo que significa, y, después de inhalar largamente, vuelve a contar lo que resta de esa que tanto significó en sus días de gloria.

Ya en altas horas de la noche, cuando todos los pacientes dormían plácidamente, Bruss se levanta de su camilla, se saca su máscara de oxígeno, se coloca sus pantuflas de algodón, y sale a caminar buscando quién sabe qué.

Pasa entre las habitaciones con tal calma que incluso se podía escuchar una gran melodía en esa fría noche de invierno, y él apenas pudo contener el aliento al detenerse en aquella sala y ver una oportunidad única al otro lado del cristal. Abre la puerta corrediza, y se detiene a pensar.

No hay más luz que ese pálido rastro que deja el resplandor de la luna sobre el suelo. Extrae de sus bolsillos un pañuelo y seca su arrugado rostro. Entonces se dirige a esa vieja máquina de escribir y se dispone a mecanografiar. Lo hace con cautela.

Ahora
Cuando mis manos cesan de pensar

Y mi cabeza se vale por un respiro 
Recuerdo esa mirada perdida
Perdida en mi delirio

Mientras te alejabas
y tu imagen se tornaba  más pequeña

Mi corazón latía
latía con dulzura
un instante

Hasta que desapareciste
de mi mirada
vacía

Ah cómo me gustaría
abrazarte

En este tenue instante 
cuando mis manos
se toman un respiro

Dejo mi cáscara inerte
solitaria

Y mi alma sale a buscarte
para comenzar a sentirme
vivo

Y sacando una delicada foto, la pegó junto a la dedicatoria.

Entonces siente que le falta el oxígeno. No tiene idea de cuánto tiempo estuvo fuera de su camilla, de su propia seguridad, de su lugar feliz; poco a poco visualiza cómo la noche se hace más oscura; cómo incluso a estas horas, el cielo quiere dormir... Y ahora, sin anticipar nada de lo que está a punto de ver, se detiene para respirar por última vez.

Lanza un suspiro ahogado como buscando auxilio. No quiere perder nada de su memoria. Es su poesía. Es su conciencia. El vacío inquietante de ese inmarcesible momento sólo opacaba más y más su viejo corazón.

Una enfermera busca un paciente que no se encontraba en su camilla, y lleva en su mano una máscara de oxígeno, por si acaso. Camina despacio por todos los pasillos del hospital, hasta que nota una puerta corrediza ligeramente abierta, y una mano salía de ella, una mano que sostenía firmemente una foto muy pequeña.

Temiendo lo peor, se acerca con un augurio incierto en cada paso. Llegó hasta él. No había pulso; no podía dejarlo ir, no iba a permitirlo. Estaba dispuesta a dejarlo ver el mañana con nuevas esperanzas.

***

Tras una larga lucha para reanimar su inerte cuerpo, pudieron descansar luego de percatarse de un ligero respirar. Aquel cuerpo entró en un pequeño descanso. Bruss, después de esa noche, no volvió a recordar más nada de lo que alguna vez fue en su vida; levantándose únicamente a altas horas de la noche, cuando su cuerpo tomaba el control y lo llevaba hasta el piano. Siguió con el deseo de tener la hija que yace perdida fuera de su memoria; cree verla en momentos de lucidez, cuando entona el viejo piano del hospital; pero se va, en el mismo instante en que deja de tocar.

Eternas MemoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora