—¿Entonces, no te disparó? Cuéntamelo otra vez. —Suelto un bufido pesado y me llevo la mano a la frente.
—Te lo he contado diez veces, Josef. No me disparó, se fué. En un helicóptero. Metro noventa, ojos verdes.
Es todo lo que ví. —Clamo. Saca la pistola de su cinturón y me la entrega.
—Es la tuya. —Me dice, antes de subirse al coche e irse.Y yo me quedo allí sola. Fuera de la sucursal, con las patrullas alrededor y los Agentes preguntando a los testigos.
Mis tacones repiquetean con fuerza cuando me adentro en el banco.
Muestro mi identificación y subo escaleras arriba.
Veo un par de policías revisando la zona.—Agente Snow. —Informo, alzando mi identificación entre mis manos.
Camino despacio por la azotea, revisando cada centímetro. Me posiciono más o menos en el lugar donde estaba el atracador.
¿Por qué no me mató?
¿Por qué no me disparó?
¿Por qué me dejó irme?
Sabiendo que podría dar una descripción de él.
¿Por qué lo hizo?Pero su cinismo fué tal que incluso me sonrió. Me perdonó la vida y me sonrió.
¿Quién narices deja un testigo directo en un atraco?
Es muy profesional. Lleva más de treinta atracos cometidos en dos años y no ha cometido errores. Nunca.Entonces ¿Por qué yo? ¿Por qué me dejó ir?
Mis ojos rebuscan entre las pequeñas piedras junto con la arena que están en el suelo.
Y entonces, bajo una de esas piedras, veo algo que llama mi atención.
Un pequeño papel rosa.
De apenas tres centímetros de longitud, roto.
Pero alcanzo a ver una letra."P"
Camino hasta la oficina y me encierro en mi despacho. Cierro las ventanas y me siento tras mi escritorio.
Es un despacho sencillo.
Apenas un fichero, una mesa negra con una silla del mismo color y un ordenador de última generación.
También está mi portátil.Escaneo el pequeño pedazo de papel y me salen varios resultados.
Entre ellos, rebusco.
Pinky Paradise.
Eureca.Es un club de striptease situado en el centro de la Ciudad.
Anoto la dirección en un papel y corro fuera de mi despacho.
Me posiciono frente a mi armario. Lo abro y saco un vestido de cuero rojo.
También tomo los tacones más altos que tengo.Me hago un peinado lleno de rizos abultados y abro paso a través del hoyo en mis orejas para ponerme unos llamativos pendientes de aro.
En mis medias de rejilla, guardo una pistola.Salgo de mi casa, llaves en mano y el corazón palpitandome en la garganta.
Un enorme cartel rosa neón aparece en mi camino cuando detengo el vehículo. El guardia de la puerta me echa un vistazo de arriba a abajo y sonríe de lado. Se hace a un lado cuando camino dentro del local.
Las bailarinas se deslizan sobre las tres barras americanas. Sensualmente, van quitándose prendas.
Retiro la vista y camino empujando gente hasta llegar a una alargada barra de cuarzo negro.
—¿Qué le pongo? —Un camarero me pregunta. Lo que más me llama la atención de él es su nariz. Aguileña y exagerada. Horrorosa.—Un vodka. —Pido. Y aprovecho que se gira para caminar a dentro de la barra. Cuando es consciente de lo que he hecho, me mira de arriba a abajo con lascivia.
Me saco la pistola y le apunto directo al hígado.
—¿Qué relación tiene este antro con los atracadores del banco central?
—Presiono más el cañón del arma pero no surte efecto.