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ayuda... Han muerto arruinados, señor; no tenemos nada... Eso es todo lo que me han dejado --prosiguió,


mostrando sus doce luises--... y ni un rincón donde reposar mi pobre cabeza... Os apiadaréis de mí,


¿verdad, señor? Sois ministro de la religión, y la religión siempre fue la virtud de mi corazón; en nombre


del Dios que adoro y del que sois la voz, decidme, como un segundo padre, ¿qué debo hacer... qué tengo


que ser?


El caritativo sacerdote contestó, examinando a Justine, que la parroquia estaba muy cargada; que era


difícil que pudiera hacerse cargo de nuevas limosnas, pero que, si Justine quería servirle, si quería trabajar


duro, siempre habría en su cocina un pedazo de pan para ella. Y, mientras le decía eso, el intérprete de los


dioses le había pasado la mano bajo la barbilla, dándole un beso excesivamente mundano para un hombre


de Iglesia. Justine, que le había entendido demasiado bien, le rechazó diciéndole:


--Señor, yo no os pido limosna ni un puesto de criada; hace demasiado poco que he abandonado un


estado por encima del que puede hacer desear esas dos mercedes para verme reducida a implorarlas;


solicito los consejos que mi juventud y mis desgracias necesitan, y queréis hacérmelos comprar tal vez


demasiado caros.


El pastor, avergonzado de verse descubierto, rápidamente expulsó a la joven criatura, y la desdichada


Justine, dos veces rechazada en el primer día en que se vio condenada al aislamiento, entra en una casa en


la que ve un cartel, alquila un pequeño apartamento amueblado en la quinta planta, lo paga de antemano, y


en él se entrega a unas lágrimas aún más amargas por lo sensible que es y porque su pequeño orgullo acaba


de ser cruelmente maltratado.


¿Se nos permitirá abandonarla por algún tiempo aquí, para regresar a Juliette, y para explicar cómo, del


simple estado del que la vimos salir, y sin tener más recursos que su hermana, llegó a ser, sin embargo, en


quince años, mujer con título, propietaria de una renta de treinta mil libras, bellísimas joyas, dos o tres


casas tanto en la ciudad como en el campo, y, por el instante, el corazón, la fortuna y la confianza del señor


de Corville, consejero de Estado, hombre del mayor crédito y ministro en ciernes? No hay la menor duda


de que su carrera fue espinosa: esas damiselas prosperan gracias al aprendizaje más vergonzoso y más


duro; y una que ahora está en el lecho de un príncipe todavía lleva seguramente encima las marcas


humillantes de la brutalidad de los libertinos entre cuyas manos la arrojaron su juventud e inexperiencia.


Al salir del convento, Juliette buscó a una mujer de la que había oído hablar a una joven amiga vecina;


pervertida como ella deseaba ser y pervertida por aquella mujer, la aborda con su hatillo bajo el brazo, una


levita azul muy desordenada, los cabellos sueltos, la más bonita cara del mundo, si es cierto que ante


determinados ojos la indecencia pueda ser atractiva; cuenta su historia a esta mujer, y le suplica que la


proteja como ha hecho con su antigua amiga.


--¿Qué edad tienes? --le pregunta la Duvergier.


--Quince años dentro de unos días, señora --contestó Juliette.


--Y jamás ningún mortal... --prosiguió la matrona.


--¡Oh no, señora!, se lo juro --replicó Juliette.


--Pero es que a veces en esos conventos --dijo la vieja--... un confesor, una religiosa, una compañera...


Necesito pruebas seguras.


No tiene usted más que buscarlas, señora --contestó Juliette sonrojándose.


Y proveyéndose la dueña de unos lentes, y después de haber examinado minuciosamente las cosas por


todos los lados:


--Vamos --le dijo a la joven--, bastará con que te quedes aquí, prestes mucha atención a mis consejos,


presentes un gran fondo de complacencia y de sumisión con mis clientes, limpieza, economía, franqueza


conmigo, habilidad con tus compañeras y astucia con los hombres, y antes de diez años te pondré en situa-


ción de retirarte a un tercero con una cómoda, dos habitaciones, una criada; y el arte que habrás adquirido


en mi casa te servirá para procurarte el resto.


Hechas estas recomendaciones, la Duvergier se apodera del hatillo de Juliette; le pregunta si tiene dinero


y, como ésta le confiesa con excesiva sinceridad que tenía cien escudos, la querida mamá se los confisca


asegurando a su nueva pensionista que invertirá este pequeño capital en la lotería para ella, pero que no


conviene que una joven tenga dinero.


--Es --le dice-- un medio de hacer el mal, y en un siglo tan corrompido una muchacha buena y bien


nacida debe evitar cuidadosamente cuanto pueda arrastrar la hacia alguna trampa. Te lo digo por tu bien,


pequeña --añadió la dueña--, y debes agradecerme lo que hago. Acabado este sermón, la nueva es


presentada a sus compañeras; le indican su habitación en la casa, y a partir del día siguiente sus primicias están en venta

Justine o los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora