destruir, no la contentaremos ni la ofenderemos en mayor medida adoptando, ante una u otra opción, la que
más nos convenga; y que la que elijamos, al no ser más que el resultado de su poder y de su acción sobre
nosotros, es mucho más probable que le guste que susceptible de ofenderle. Ah, puedes creer, Thérèse, que
la naturaleza se inquieta muy poco ante esos misterios a los que nosotros cometemos la extravagancia de
consagrarles un culto. Sea cual sea el templo en el que se sacrifica, si permite que el incienso arda en él, es
que el homenaje no la ofende. El mal uso o las pérdidas de la semilla que sirve para la reproducción, la
extinción de esta semilla cuando ha germinado, el aniquilamiento de este germen incluso mucho tiempo
después de su formación, todo eso, Thérèse, son crímenes imaginarios que no interesan para nada a la
naturaleza, y de los que se ríe como de todas nuestras instituciones que, con frecuencia, la ultrajan en lugar
de servirla.
«Corazón-de-Hierro» se excitaba al exponer sus pérfidas máximas, y no tardé en verle en el estado que
tanto me había asustado la víspera. Quiso, para dar más peso a la lección, juntar inmediatamente la práctica
al precepto; y sus manos, pese a mis resistencias, se perdían hacia el altar por donde el traidor quería
penetrar... ¿Tendré que confesároslo, señora? Pues bien, obcecada por las seducciones de aquel malvado;
contenta, al ceder un poco, de salvar lo que parecía más esencial; sin pensar ni en las inconsecuencias de
sus sofismas, ni en lo que yo misma iba a arriesgar, ya que aquel deshonesto hombre, poseedor de unas
medidas gigantescas, ni siquiera tenía la posibilidad de visitar una mujer en el lugar más permitido, y
llevado por su maldad natural, no tenía seguramente otro objetivo que el de lisiarme; con los ojos
fascinados por todo eso, digo, estaba a punto de abandonarme y, por virtud, convertirme en criminal; mis
resistencias se debilitaban; ya dueño del trono, el insolente vencedor sólo se ocupaba de instalarse en él,
cuando en el camino real se oyó el rumor de un carruaje. «Corazón-de-Hierro» abandona al instante sus
placeres por sus deberes, reúne a sus gentes y vuela hacia nuevos crímenes. Poco después oímos unos
gritos, y los malvados, ensangrentados, regresan triunfantes y cargados de trofeos.
Huyamos rápidamente ––dijo «Corazón-de-Hierro»––, hemos matado a tres hombres, los cadáveres están
en el camino y ya no hay seguridad para nosotros.
Reparten el botín. «Corazón-de-Hierro» quiere que yo tenga mi parte. Ascendía a veinte luises, y me
fuerzan a tomarlos. Yo me estremezco ante la obligación de conservar ese dinero; sin embargo, nos
acucian, todos se preparan y partimos.
Al día siguiente nos encontrábamos a resguardo en el bosque de Chantilly. Durante la cena, contaron lo
que les había valido su última operación, y evaluando sólo en doscientos luises la totalidad de la presa, uno
de ellos dijo:
––¡A decir verdad, no valía la pena cometer tres asesinatos por una suma tan pequeña!
––Calma, amigos míos ––contestó la Dubois––. No era por la cantidad por lo que yo misma os he
exhortado a no perdonar a esos viajeros, sino sólo por nuestra seguridad. Son las leyes las culpables de
estos crímenes, no nosotros: mientras ajusticien tanto a los ladrones como a los asesinos, jamás se
cometerán robos sin asesinatos. Como los dos delitos se castigan en igual medida, ¿por qué negarse al
segundo si puede encubrir el primero? ¿De dónde sacáis además ––prosiguió esta horrible criatura–– que
doscientos luises no valgan tres asesinatos? Siempre hay que calcular las cosas por la relación que guardan
con nuestros intereses. La pérdida de la vida de cada uno de los seres sacrificados tiene un valor nulo en
relación con nosotros. Probablemente no daríamos ni un óbolo para que esos individuos siguieran vivos o
en la tumba; por consiguiente, si el interés más mínimo se nos ofrece con uno de los casos, debemos sin
ningún remordimiento decidirlo preferentemente a nuestro favor; pues, ante una cosa totalmente
indiferente, debemos, si somos prudentes y podemos permitírnoslo, inclinarla claramente del lado que nos
resulte ventajoso, pasando por alto todo lo que en ella pueda perder el adversario, porque no hay ninguna
proporción razonable entre lo que nos afecta y lo que afecta a los demás. Lo primero lo sentimos
físicamente, lo segundo sólo moralmente, y las sensaciones morales son engañosas mientras que la verdad
sólo está en las sensaciones físicas. Así, no sólo doscientos luises compensan los tres asesinatos, sino que
treinta sueldos también los habrían compensado, pues los treinta sueldos nos habrían procurado una
satisfacción que, aunque pequeña, debe de todos modos afectarnos mucho más vivamente de lo que puedan
hacerlo los tres asesinatos, que para nosotros no son nada, y de cuya lesión sólo nos llega un rasguño. La
debilidad de nuestras voces, la ausencia de reflexión, los malditos prejuicios en los que se nos ha educado,
los vanos terrores de la religión o de las leyes, eso es lo que frena a los necios en la carrera del crimen, lo
que les impide ir a lo grande. Pero todo individuo dotado de fuerza y de vigor, provisto de un espíritu
enérgicamente organizado, que se prefiere, como es debido, a los demás, sabrá sopesar sus intereses en la
balanza de los propios, burlarse de Dios y de los hombres, desafiar la muerte y despreciar las leyes; y to-
talmente convencido de que sólo a él debe referirlo todo, sentirá que el número más amplio imaginable de
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Justine o los infortunios de la virtud
Historical FictionNovela completa de Sade. Quiénes están interesados en leerla aquí esta Justine o los infortunios de la virtud (en francés: Justine ou les Malheurs de la vertu) es una novela de Donatien Alphonse François de Sade, más conocido en la historia de la...