medio de disgustos y de lágrimas? ¿Os atrevéis a esperar el placer donde sólo veréis repugnancias? Así que
hayáis consumado vuestro crimen el espectáculo de mi desesperación os colmará de remordimientos...
Pero las infamias a las que se entregaba Dubourg me impidieron continuar. ¿Cómo había podido creerme
capaz de enternecer a un hombre que ya encontraba en mi propio dolor un acicate más a sus horribles
pasiones? ¡Creeréis, señora, que inflamándose con los agudos acentos de mis lamentos, saboreándolos con
inhumanidad, el indigno se preparaba él mismo para sus criminales tentativas! Se levanta, y mostrándose
finalmente ante mí en un estado en el que la razón triunfa raras veces, y en el que la resistencia del objeto
que la hace perder no es si no un alimento más al delirio, me agarra con brutalidad, aparta impetuosamente
los velos que todavía siguen ocultando aquello de lo que arde por disfrutar. Sucesivamente, me injuria... me
halaga... me maltrata y me acaricia... ¡Oh, qué escena, Dios mío! ¡Qué mezcla increíble de crueldad... de
lujuria! ¡Parecía que el Ser Supremo quisiera, en esta primera circunstancia de mi vida, grabar para siempre
en mí todo el horror que yo debía sentir por un tipo de delito del que debía nacer la afluencia de los males
que me amenazaban! Pero ¿debía de quejarme de ello entonces? No, sin duda; a sus excesos debo mi
salvación. Con menos desenfreno, yo habría sido una muchacha manchada. Los ardores de Dubourg se
apagaron en la efervescencia de sus empresas, el cielo me vengó de las ofensas a las que el monstruo iba a
entregarse, y la pérdida de sus fuerzas, antes del sacrificio, me preservó de ser su víctima.
Con ello, Dubourg se volvió mas insolente. Me acusó de los daños de su debilidad... Quiso repararlos con
nuevos ultrajes y con invectivas aún más mortificadoras. No hubo nada que no me dijera; nada que no
intentara, nada que la pérfida imaginación, la dureza de su carácter y la depravación de sus costumbres no
le hiciera emprender. Mi torpeza le impacientó; yo estaba lejos de querer actuar, ya hacía mucho con
prestarme: mis remordimientos no se han extinguido... Sin embargo, no consiguió nada, mi sumisión dejó
de enardecerle. Por mucho que pasara sucesivamente de la ternura al rigor... de la esclavitud a la tiranía...
de la apariencia de la decencia a los excesos de la crápula, ambos nos encontramos agotados, sin que,
afortunadamente, él consiguiera recuperar lo que debía para asestarme más peligrosos ataques. Renunció a
ello, me hizo prometer que volvería al día siguiente, y para obligarme con mayor seguridad sólo quiso
darme la cantidad que yo debía a la Desroches. Así que regresé a casa de esa mujer, ultrajada por semejante
aventura y totalmente decidida, sucediera lo que sucediera, a no exponerme a ella por tercera vez. Se lo
advertí al pagarle, mientras echaba todo tipo de maldiciones sobre ese malvado capaz de abusar tan
cruelmente de mi miseria. Pero mis imprecaciones, lejos de atraer sobre él la cólera de Dios, sólo
consiguieron aportarle fortuna: ocho días después, supe que el insigne libertino acababa de obtener del
gobierno un cargo de administrador general que aumentaba sus ingresos en más de cuatrocientas mil libras
de rentas. Yo me encontraba absorbida en las reflexiones que nacen inevitablemente de semejantes
inconsecuencias de la suerte, cuando un rayo de esperanza pareció relucir un instante ante mis ojos.
La Desroches me dijo un día que finalmente había encontrado una casa en la que me recibirían con pla-
cer, siempre que me portara bien.
––¡Gracias a Dios, señora! ––le dije, arrojándome entusiasmada a sus brazos––. Esta es la condición que
yo misma pondría, ¡figuraos si la acepto con gusto!
El hombre al que debía servir era un famoso usurero de París, que se había enriquecido no sólo prestando
con fianza, sino también robando impunemente a sus clientes siempre que no corriera ningún peligro en
ello. Vivía en un segundo piso de la Rue Quincampoix, con una mujer de cincuenta años, a la que llamaba
su esposa, y que era no menos malvada que él.
––Thérèse ––me dijo el avaro (ese era el nombre que yo había adoptado para ocultar el mío)––, Thérèse,
la primera virtud de mi casa, es la probidad. Si alguna vez os lleváis de aquí la décima parte de un denario,
os haré ahorcar, ya veis, hija mía. El escaso bienestar del que disfrutamos mi mujer y yo, es el fruto de
nuestros inmensos trabajos y de nuestra perfecta sobriedad... ¡,Comes mucho, pequeña?
––Unas cuantas onzas de pan al día, señor ––le contesté––, agua y un poco de sopa, cuando soy tan
afortunada de poder tomarla.
––¡Sopa, diantre, sopa! Oíd esto, amiga mía ––dijo el usurero a su mujer––, asombraos ante los progresos
del lujo: está buscando colocación, se muere de hambre desde hace un año, y quiere comer sopa. Nosotros,
que trabajamos como galeotes, apenas la cocinamos una vez cada domingo. Hija mía, tendrás tres onzas de
pan al día, media botella de agua de río, un viejo traje de mi mujer cada dieciocho meses, y tres escudos de
sueldo al cabo del año, siempre que estemos contentos de tus servicios, que tu economía responda a la
nuestra, y que finalmente hagas prosperar la casa con el orden y el arreglo. Tu trabajo es poca cosa, se hace
en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de fregar y limpiar tres veces por semana este apartamento de seis
habitaciones, de hacer las camas, de contestar a la puerta, de empolvar mi peluca, de peinar a mi mujer, de
cuidar del perro y de la cotorra, de fregar la cocina y la vajilla, de ayudar a mi mujer cuando cocine, y de
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Justine o los infortunios de la virtud
Historical FictionNovela completa de Sade. Quiénes están interesados en leerla aquí esta Justine o los infortunios de la virtud (en francés: Justine ou les Malheurs de la vertu) es una novela de Donatien Alphonse François de Sade, más conocido en la historia de la...