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–Tu candor y tu ingenuidad no me permiten dudar de que dices la verdad. No pediré más informaciones
sobre ti que la de saber si eres realmente la hija del hombre que me indicas. Si es así, yo he conocido a tu
padre, y será para mí una razón de más para interesarme por tu persona. En cuanto al caso de Du Harpin,
me encargo de resolverlo en dos visitas a casa del canciller, amigo mío desde hace siglos. Es el hombre más
íntegro que existe en el mundo; basta con demostrarle tu inocencia para anular todo lo que se ha hecho en
tu contra. Pero piénsatelo bien, Thérèse. Todo lo que te prometo en este momento sólo es a cambio de una
conducta intachable; de modo que los efectos del agradecimiento que exijo se volverán siempre en tu favor.
Me arrojé a los pies de la marquesa, le aseguré que quedaría satisfecha de mí; me hizo levantar con bon-
dad y me confió inmediatamente el puesto de segunda camarera a su servicio.
Al cabo de tres días, llegaron las informaciones pedidas a París por la señora de Bressac; eran tal como
yo podía desear. La marquesa me elogió por no haberla engañado, y todas las sombras de desgracias se
desvanecieron finalmente de mi espíritu para ser sustituidas únicamente por la esperanza de los más dulces
consuelos que cabía esperar. Sin embargo, no estaba escrito en el cielo que la pobre Thérèse tuviera que ser
feliz alguna vez, y si unos pocos momentos de paz nacían fortuitamente para ella era sólo para hacerle más
amargos los de horror que debían seguirlos.
Apenas llegamos a París la señora de Bressac se apresuró a intervenir en mi favor. El primer presidente
quiso verme y escuchó con interés el relato de mis infortunios; las calumnias de Du Harpin fueron reco-
nocidas aunque en vano quisieron castigarlo: Du Harpin, que había organizado un negocio de billetes falsos
con el que arruinaba a tres o cuatro familias, y ganaba él cerca de dos millones, acababa de irse a Inglaterra.
Respecto al incendio de las prisiones de París, se convencieron de que, si bien yo me había aprovechado de
este acontecimiento, no había participado para nada en él, y mi caso fue sobreseído, sin que los magistrados
que se ocupaban de él creyeran tener que emplear más formalidades, según me explicaron. No supe nada
más y me contenté con lo que me dijeron: no tardaréis en comprobar hasta qué punto me equivoqué.
Es fácil imaginar cómo semejantes favores me obligaban a la señora de Bressac. Aunque no hubiera
tenido conmigo, además, todo tipo de bondades, ¿cómo no iban a unirme semejantes acciones para siempre
a una tan preciosa protectora? Muy lejos, sin embargo, de la intención del conde encadenarme tan
íntimamente a su tía... Pero ha llegado el momento de describiros a ese monstruo.
El señor de Bressac unía a los encantos de la juventud el más seductor de los rostros; si su talle o sus fac-
ciones tenían algunos defectos, era porque se parecían en exceso al desenfado y la blandura propia de las
mujeres. Parecía que prestándole los atributos de aquel sexo, la naturaleza le hubiera inspirado también sus
gustos... ¡Qué alma, sin embargo, rodeaba estos atractivos femeninos! Aparecían en ella todos los vicios
que caracterizan la de los desalmados: jamás nadie llevó tan lejos la maldad, la venganza, la crueldad, el
ateísmo, el desenfreno, el menosprecio de todos los deberes, y principalmente de aquellos con los que la
naturaleza parece deleitarnos. Además de todas sus culpas, el señor de Bressac contaba fundamentalmente
con la de detestar a su tía. La marquesa hacía cuanto podía por encaminar a su sobrino por los senderos de
la virtud: puede que utilizara para ello un rigor excesivo. Resultaba de ahí que el conde, más excitado por
los efectos mismos
de esta severidad, se entregaba a sus gustos aún con mayor ímpetu, y la pobre marquesa sólo obtenía de
sus insistencias un odio más encarnizado.
––No te creas ––me decía muy frecuentemente el conde–– que por su natural mi tía interviene en todo lo
que te concierne, Thérèse. Si yo no la acuciara en todo momento, ella apenas se acordaría de las atenciones
que te ha prometido. Presume ante ti de todos sus pasos, mientras que en realidad son obra mía. Sí,
Thérèse, sí, sólo a mí debes agradecimiento, y el que exijo de ti debe parecerte tanto más desinteresado
cuando, por muy bella que seas, sabes muy bien que no son tus favores lo que pretendo. No, Thérèse, los
servicios que espero de ti son muy diferentes, y cuando estés totalmente convencida de lo que he hecho
para tu tranquilidad, confío en que encontraré en tu alma lo que tengo derecho a esperar.
Estos discursos me parecían tan oscuros que no sabía qué respuesta darles. La daba, sin embargo, por si
acaso, y tal vez con excesiva facilidad. ¿Tengo que confesároslo? ¡Ay de mí, sí! Disimularos mis culpas
sería engañar vuestra confianza y responder mal al interés que mis desdichas os han inspirado. Sabed pues,
señora, la única falta voluntaria que puedo reprocharme... ¿Digo una falta? Una locura, una extravagancia...
como no hubo jamás otra, pero por lo menos no es un crimen, es un simple error, que sólo me ha castigado
a mí, y del que parece que la mano justiciera del cielo se ha servido para sumirme en el abismo que se abrió
poco después bajo mis pasos. Cualesquiera que fueren los indignos comportamientos que el conde de
Bressac tuvo conmigo el primer día que lo conocí, me había sido imposible verlo, sin embargo, sin
sentirme atraída hacia él por un invencible sentimiento de ternura que nada había podido vencer. Pese a
todas las reflexiones sobre su crueldad, sobre su alejamiento de las mujeres, sobre la depravación de sus

Justine o los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora