quejarse de las voluntades del Ser Supremo, es una especie de rebelión contra sus sagrados designios... No
me atrevo...
Brotaron entonces abundantes lágrimas de los ojos de la interesante muchacha y, después de haberlas de-
jado correr un instante, comenzó su relato en los siguientes términos:
––Me permitiréis, señora, ocultar mi nombre y mi origen; sin ––ser ilustres, fueron honrados, y en nada
me destinaban a la humillación en la que me veis reducida. Perdí muy joven a mis padres; creí que con la
poca ayuda ––que me habían dejado podría aguardar un empleo conveniente y, rechazando todos los que no
lo eran, me comí sin darme cuenta, en París, donde he nacido, lo poco que poseía; cuanto más pobre me
volvía, más despreciada era; cuanto más apoyo necesitaba, menos confiaba en obtenerlo; pero de todas las
durezas que experimenté en los comienzos de mi infortunada situación, de todas las frases horribles que me
dirigieron, sólo os citaré lo que me ocurrió en casa del señor Dubourg, uno de los más ricos comerciantes
de la capital. La mujer en cuya casa me alojaba me encaminó hacia él, pues su crédito y riquezas podían
suavizar seguramente el rigor de mi suerte. Después de una larga espera en la antecámara de ese hombre,
me hicieron pasar: el señor Dubourg, de cuarenta y ocho años de edad, acababa de salir de la cama,
envuelto en una bata flotante que apenas ocultaba su agitación; se disponían a peinarle, ordenó que se
retiraran y me preguntó qué quería.
––¡Ay!, señor ––le contesté confusísima––, soy una pobre huérfana que todavía no tiene catorce años y
que ya conoce todos los grados del infortunio. Imploro vuestra conmiseración, tened piedad de mí, os lo
ruego.
Y entonces le detallé todos mis males, la dificultad de encontrar un trabajo, quizás incluso la pena que
sentía en buscarlo, al no haber nacido para ese estado. La desgracia que había tenido, durante todo eso, de
comerme lo poco que tenía... La falta de trabajo. La esperanza que tenía de que él podría facilitarme los
medios de vivir. En suma, todo lo que dicta la elocuencia del infortunio, siempre presta en un alma
sensible, siempre remisa en la opulencia... Después de haberme escuchado con escasa atención, el señor
Dubourg me preguntó si yo había sido siempre buena.
No estaría tan pobre ni tan preocupada, señor ––le contesté––, si hubiera querido dejar de serlo.
––¿A título de qué ––me replicó a eso el señor Dubourg–– pretendes que las personas ricas te ayuden si
tú no les sirves para nada?
––¿Y a qué servicio se refiere usted, señor? ––contesté––. No pido otra cosa que prestar aquello que la
decencia y mi edad me permiten cumplir.
––Los servicios de una criatura como tú son poco útiles en una casa ––me contestó Dubourg––. No tienes
edad ni constitución para colocarte como pides. Mejor harías en ocuparte de gustar a los hombres, y de
trabajar en encontrar a alguien que quiera ocuparse de ti. Esta virtud que tanto exhibes no sirve de nada en
el mundo; por mucho que te arrodilles ante sus altares, su inútil incienso no te alimentará. La cosa que
menos halaga a los hombres, aquella a la que prestan menos atención, la que desprecian más
soberanamente, es la decencia de vuestro sexo: aquí sólo se aprecia, hija mía, lo que beneficia o lo que
deleita. ¿Y qué beneficio puede significar para nosotros la virtud de las mujeres? Son sus desórdenes los
que nos sirven y nos divierten, pero su castidad es lo que menos nos interesa. En una palabra, cuando las
personas de nuestra clase dan, sólo es para recibir. Ahora bien, ¿cómo una chiquilla como tú puede
agradecer lo que se hace por ella si no es abandonando cuanto se quiera su cuerpo?
––¡Oh, señor! ––contesté con el corazón henchido de suspiros––. ¿Ya no existe honradez ni beneficencia
entre los hombres?
––Muy pocas ––replicó Dubourg––. Si se habla tanto de ellas, ¿cómo quieres que existan? Estamos de
vuelta de esta manía de ayudar a los demás gratuitamente; se ha reconocido que los placeres de la caridad
sólo eran goces del orgullo y, como nada se disipa con mayor rapidez, se han querido sensaciones más
reales. Se ha visto que con una criatura como tú, por ejemplo, era mucho mejor quedarse como anticipo con
todos los placeres que puede ofrecer la lujuria que con los muy fríos y muy futiles de aliviarla de manera
desinteresada. La reputación de un hombre liberal, caritativo, generoso, no es nada comparada, en el
instante en que mejor se disfruta, con el más ligero placer de los sentidos.
––¡Oh, señor! ¡Con semejantes principios, es necesario pues que el infortunado perezca!
––Qué más da, hay un exceso de súbditos en Francia. Con tal de que la máquina tenga siempre la misma
elasticidad, ¿qué le importa al Estado el mayor o menor número de los individuos que la aprietan?
––Pero ¿creéis que los hijos, cuando son así maltratados, respetarán a sus padres?
––¡¿Qué le importa a un padre el amor de unos hijos que le estorban?
––¡Sería mejor entonces que nos hubieran ahogado en la cuna!
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Justine o los infortunios de la virtud
Historical FictionNovela completa de Sade. Quiénes están interesados en leerla aquí esta Justine o los infortunios de la virtud (en francés: Justine ou les Malheurs de la vertu) es una novela de Donatien Alphonse François de Sade, más conocido en la historia de la...