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por ellas! Eres joven y bonita, Thérèse: en dos años yo me hago cargo de tu fortuna. Pero no imagines que
te conduciré a su templo por los senderos de la virtud: cuando alguien quiere abrirse paso, mi querida
muchacha, hay que emprender más de un oficio y servirse de más de una intriga. Así que decídete, en esta
choza no estamos seguras y tenemos que irnos dentro de pocas horas.
––¡Oh, señora! ––le dije a mi bienhechora––, os debo grandes favores, y nada mas lejos que querer
olvidarlos. Me habéis salvado la vida, y es espantoso para mí que haya sido gracias a un crimen. Creed que
si hubiera tenido que cometerlo, habría preferido mil muertes al dolor de participar en él. Soy consciente de
todos los peligros que he corrido por haberme abandonado a los sentimientos honrados que siempre
permanecerán en mi corazón. Pero sean cuales sean, señora, las espinas de la virtud, las preferiré en
cualquier momento a los peligrosos favores que acompañan al crimen. Tengo grabados unos principios
religiosos que, gracias al cielo, no me abandonarán jamás. Si la Providencia me hace penosa la carrera de la
vida, es para compensarme de ello en un mundo mejor. Esta esperanza me consuela, endulza mis penas,
apacigua mis quejas, me refuerza en la adversidad, y me lleva a desafiar todos los males que Dios quiera
enviarme. Esta alegría se apagaría inmediatamente en mi alma si yo acabara por mancillarla con crímenes,
y junto al temor de los castigos de este mundo, me perseguiría la dolorosa visión de los suplicios del otro,
que no me abandonaría un instante en la tranquilidad que deseo.
––Son sistemas absurdos que no tardarán en llevarte al hospicio, hija mía ––replicó la Dubois enarcando
las cejas––. Créeme, deja de lado la justicia de Dios, sus castigos o sus recompensas futuras. Todas esas
tonterías sólo sirven para que muramos de hambre. ¡Oh, Thérèse!, la dureza de los ricos legitima el mal
comportamiento de los pobres: que sus bolsas se abran a nuestras necesidades, que la humanidad reine en
su corazón, y las virtudes podrán establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio, nuestra
paciencia para soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre, sólo sirvan para aumentar nuestros
grilletes, nuestros crímenes son obra suya, y seríamos muy tontos en negárnoslos cuando pueden aliviar el
yugo con que su crueldad nos sobrecarga. La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Thérèse; si la
suerte se complace en estorbar este primer plan de las leyes generales, a nosotros nos corresponde corregir
sus caprichos y reparar, mediante nuestra habilidad, las usurpaciones del más fuerte. Me gusta oír a la gente
rica, a la gente con título, a los magistrados, a los curas, ¡me gusta verles predicarnos la virtud! Es muy
difícil asegurarse contra el robo cuando se tiene tres veces más de lo que hace falta para vivir; muy
incómodo no concebir jamás el asesinato, cuando se está rodeado de aduladores o de esclavos para quienes
nuestras voluntades son leyes; muy penoso, a decir verdad, ser moderado y sobrio, cuando a cada hora se
está rodeado de los manjares más suculentos; les cuesta mucho ser sinceros, ¡cuando no tienen ningún
interés en mentir!... Pero nosotros, Thérèse, nosotros a quienes esta Providencia bárbara, con la que
cometes la locura de convertirla en tu ídolo, ha condenado a arrastrarnos por la humillación como la
serpiente por la hierba; nosotros, a los que se nos mira sólo con menosprecio, porque somos pobres; a los
que se tiraniza, porque somos débiles; nosotros, cuyos labios sólo prueban la hiel, y cuyos pasos sólo
encuentran abrojos, ¡quieres que nos privemos del crimen cuando sólo su mano nos abre la puerta de la
vida, nos mantiene en ella, nos conserva en ella, y nos impide perderla! ¡Quieres que perpetuamente
sometidos y degradados, mientras la clase que nos domina tiene para sí todos los favores de la Fortuna, nos
reservemos sólo la pena, el abatimiento y el dolor, la necesidad y las lágrimas, la deshonra y el cadalso! No,
Thérèse, no: o esta Providencia que tú reverencias sólo merece nuestro desprecio, o no son éstas en
absoluto sus voluntades. Conócela mejor, hija mía, y convéncete de que si nos pone en situaciones en las
que el mal nos resulta necesario, y nos deja al mismo tiempo la posibilidad de ejercerlo, es porque ese mal
sirve tanto a sus leyes como el bien, y gana tanto con uno como con el otro. Si nos ha creado a todos en el
estado de la igualdad, quien la altera no es más culpable que quien procura restablecerla. Ambos actúan de
acuerdo con los impulsos recibidos, ambos deben seguirlos y disfrutar.
Confieso que si alguna vez me sentí perturbada fue por las seducciones de esta mujer astuta, pero una
voz, más fuerte que ella, combatía estos sofismas en mi corazón. A ella me rendí y manifesté a la Dubois
que estaba decidida a no dejarme corromper jamás.
––¡Bien! ––me contestó––, haz lo que quieras. Te abandono a tu mala suerte. Pero si alguna vez te atra-
pan y te llevan a la horca, destino del que probable mente no podrás escapar, por esa fatalidad que salva
inevitablemente al crimen inmolando a la virtud, acuérdate por lo menos de no hablar jamás de nosotros.
Mientras razonábamos así, los cuatro compañeros de la Dubois bebían con el cazador furtivo, y como el
vino apresta el alma del malhechor a nuevos crímenes y le hace olvidar los antiguos, al enterarse los
malvados de mis resoluciones decidieron convertirme en una víctima, ya que no podían tenerme como
cómplice. Sus principios, sus costumbres, el sombrío reducto en que estábamos, la especie de seguridad en
la que se creían, su borrachera, mi edad, mi inocencia, todo les estimuló. Se alzan de la mesa, celebran

Justine o los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora