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mayor fuerza, uno de esos libertinos sujeta mis hombros y me impide tambalearme a causa de los
empujones: son tan rudos que acabo magullada, y sin poder evitar ninguno.
––A decir verdad ––dijo «Corazón-de-Hierro» balbuceando––, en su lugar, preferiría abrir las puertas
que verlas así quebrantadas, pero si no quiere, no asistiremos a su rendición... ¡Con fuerza... con fuerza,
Dubois!...
Y el estallido de los fuegos de ese libertino, casi tan violento como el del rayo, se aniquiló sobre las
brechas que embistió sin llegarlas a entreabrir.
El segundo me hizo arrodillar entre sus piernas, y mientras la Dubois le apaciguaba como al otro, dos
acciones le ocupaban por entero: a veces golpeaba con la palma abierta, pero de manera muy nerviosa, bien
mis mejillas o bien mi seno, y otras su boca impura hurgaba en la mía. Mi rostro y mi pecho se volvieron al
instante del color de la púrpura... Yo sufría, le pedía gracia, y las lágrimas caían de mis ojos. Le irritaron;
aumentó su esfuerzo. En ese momento, me mordió la lengua, y las dos fresas de mis senos estaban tan
magulladas que me eché hacia atrás, pero algo me sujetaba. Me echaron sobre él, me sentí abrazada con
mayor fuerza por todas partes, y alcanzó el éxtasis...
El tercero me hizo subir a dos sillas alejadas, y sentándose debajo, excitado por la Dubois colocada entre
sus piernas, me obligó a agacharme hasta que su boca quedara perpendicular al templo de la naturaleza. No
podéis imaginaros, señora, lo que este obsceno se atrevió a desear: con ganas o sin ellas, tuve que satisfacer
mis necesidades menores... ¡Santo cielo! ¡Qué hombre tan depravado puede sentir un instante de placer en
semejantes cosas!... Hice lo que quería, lo inundé, y mi absoluta sumisión consiguió de ese malvado una
ebriedad que nada habría logrado sin esta infamia.
El cuarto me ató unos cordeles a todas las partes donde era posible fijarlos y sostenía el ovillo en su
mano, sentado a siete u ocho pies de mi cuerpo, fuertemente excitado por los manoseos y los besos de la
Dubois. Yo estaba de pie, y el salvaje aumentaba su placer tirando fuertemente de cada una de las cuerdas.
Me tambaleaba, perdía a cada instante el equilibrio, y él se extasiaba con cada uno de mis traspiés. Al fin,
tiró de todos los cabos a un tiempo, con tanta precipitación, que caí al suelo a su lado. Ese era su único
objetivo, y mi frente, mi seno y mis mejillas recibieron las pruebas de un delirio que sólo debía a esta
manía.
Eso fue lo que soporté, señora, pero mi honor se vio por lo menos respetado, aunque mi pudor no lo
fuera. Algo más calmados, los bandidos hablaron de reanudar el camino, y aquella misma noche llegaron al
Tremblay con la intención de acercarse a los bosques de Chantilly, donde confiaban dar algunos buenos
golpes.
Nada igualaba mi desesperación al verme obligada a acompañarlos, y sólo lo hice absolutamente decidi-
da a abandonarlos en cuanto pudiera hacerlo sin riesgos. Al día siguiente nos acostamos en los alrededores
de Louvres, en unos almiares. Yo quise ampararme en la Dubois, y pasar la noche a su lado, pero me
pareció que ella tenía la intención de dedicarla a una cosa distinta a preservar mi virtud de los ataques que
yo temía. La rodearon tres, y la abominable criatura se entregó a los tres al mismo tiempo. El cuarto se
acercó a mí, era el jefe.
––Hermosa Thérése ––me dijo––, confío en que no me negaras por lo menos el placer de pasar la noche a
tu lado. ––Y como se dio cuenta de mi extraordinaria repugnancia, añadió––: No temas, charlaremos, y no
haré nada en contra de tu voluntad. Pero, Thérèse ––continuó abrazándome––, ¿no es una gran insensatez
tu pretensión de mantenerte pura con nosotros? Aunque llegáramos a consentirlo, ¿cómo compaginarlo con
los intereses de la banda? Es inútil que te lo ocultemos, querida niña, pero hemos pensado que, cuando
vivamos en las ciudades, cazaremos a nuestras víctimas con las trampas de tus encantos.
––Pues bien, señor ––contesté––, ya que está claro que preferiré la muerte a esos horrores, ¿para qué
puedo serviros?, ¿por qué os oponéis a mi huida?
––Claro que nos oponemos a eso, ángel mío ––contestó «Corazón-de-Hierro»––, tienes que servir a
nuestros intereses o a nuestros placeres. Tus desgracias te impo nen ese yugo, debes sufrirlo. Pero ya sabes,
Thérèse, que no hay nada en el mundo que no tenga remedio. Atiéndeme, pues, y decide tú misma tu
suerte: accede a vivir conmigo, querida, consiente en pertenecerme y te evitaré el triste papel que tienes
adjudicado.
––¡Yo, señor! ––exclamé––, ¡convertirme en la querida de un...!
––Pronuncia la palabra, Thérèse, pronúnciala, de un bribón, ¿no es cierto? Lo confieso, pero no puedo
ofrecerte otros títulos. Ya puedes imaginarte que nosotros no nos casamos. El himeneo es un sacramento,
Thérèse, y puesto que sentimos igual desprecio por todos, jamás nos acercamos a ninguno. Sin embargo,
razona un poco: en la inevitable necesidad en que te hallas de perder lo que tanto quieres, ¿no es mejor

Justine o los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora