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––Probablemente. Es lo que se hace en muchos países; era la costumbre de los griegos y es la de los
chinos: allí los niños desgraciados son abandonados o se les da muerte. ¿Para qué dejar vivir unas criaturas
que ya no pueden contar con la ayuda de sus padres, porque carecen de ellos, o porque no han sido recono-
cidos, cuando en tal caso sólo sirven para sobrecargar al Estado con un producto que ya le sobra? Los
bastardos, los huérfanos, los niños deformes, deberían ser condenados a muerte desde su nacimiento. Los
primeros y los segundos porque, al no tener a nadie que quiera o que pueda ocuparse de ellos, manchan la
sociedad con unas heces que un día u otro tiene que resultarle funesta; y los otros porque no pueden
resultarle de ninguna utilidad. Las dos clases son para la sociedad como excrecencias de la carne que,
alimentándose del jugo de los miembros sanos, los degradan y los debilitan, o, si lo prefieres, como esos
vegetales parásitos que, juntándose a las plantas buenas, las deterioran y las roen adaptándose su simiente
nutritiva. A esas limosnas destinadas a alimentar a semejante escoria, esas casas dotadas de todos los lujos
que se tiene la extravagancia de construirles, son abusos escandalosos. ¡Como si la especie de los hombres
fuera tan escasa, tan preciosa que hubiera que conservar hasta su más vil porción! Pero dejemos una
política de la que no debes de entender nada, hija mía: ¿por qué quejarse de su suerte cuando sólo
corresponde a uno mismo remediarla?
––¡A qué precio, santo cielo!
––Al de una quimera, algo que sólo tiene el valor que tu orgullo le atribuye. Por lo demás ––prosiguió el
bárbaro al mismo tiempo que se levantaba y abría la puerta––, eso es todo lo que puedo hacer por ti. Con-
siente, o libérame de tu presencia. No me gustan los mendigos...
Corrieron mis lágrimas, fue imposible retenerlas, y creeréis, señora, que en lugar de enternecer a aquel
hombre lo irritaron. Cierra la puerta y agarrándome por el cuello del vestido, me dice brutalmente que me
obligará a hacer a la fuerza lo que no quiero concederle de buen grado. En este instante cruel, mi desgracia
me insufla valor. Me libero de sus manos y, abalanzándome hacia la puerta, le digo mientras escapo:
––¡Hombre odioso, ojalá el cielo, tan gravemente ofendido por ti, te castigue un día como mereces, por tu
execrable crueldad! No eres digno ni de tus riquezas, de las que haces tan vil uso, ni siquiera del aire que
respiras en un mundo manchado por tus barbaries. Me apresuré a contar a mi hospedera la acogida de la
persona a la que me había enviado, pero cual fue mi sorpresa al ver a esa miserable abrumarme con repro-
ches en lugar de compartir mi dolor.
––Miserable criatura ––me dijo encolerizada––, ¿imaginas que los hombres son tan necios como para dar
limosnas a unas muchachitas como tú, sin exigir el interés de su dinero? El señor Dubourg es demasiado
bueno por haberse portado como lo ha hecho; en su lugar yo no te habría dejado salir de mi casa sin
haberme contentado. Pero ya que no quieres aprovechar las ayudas que te ofrezco, arréglatelas como
quieras. Me debes dinero: o me lo das mañana, o te envío a la cárcel.
––Señora, tened piedad...
––Sí, sí, piedad... ¡Con la piedad uno se muere de hambre!
––Pero ¿qué queréis que haga?
––Volver a casa de Dubourg, satisfacerle y traerme dinero. Yo le veré y le avisaré. Enmendaré, si puedo,
tus tonterías. Le daré excusas tuyas, pero piensa en comportarte mejor.
Avergonzada, desesperada, sin saber qué hacer, viéndome duramente rechazada por todo el mundo, casi
sin recursos, le dije a la señora Desroches (era el nombre de mi hospedera) que estaba decidida a todo para
satisfacerla. Se fue a casa del financiero, y, a la vuelta, me dijo que lo había encontrado muy irritado; que
con mucho esfuerzo había conseguido inclinarlo a mi favor; que a fuerza de súplicas había conseguido, sin
embargo, convencerle de que volviera a verme la mañana siguiente; pero que tuviera cuidado con mi
conducta porque si la desobedecía una vez más, ella misma se encargaría de hacerme encarcelar de por
vida.
Llegué a su casa muy turbada. Dubourg estaba a solas, en un estado aún más indecente que la víspera. La
brutalidad, el libertinaje, todas las características del exceso estallaban en sus miradas hipócritas.
––Agradece a la Desroches ––me dice duramente–– que quiera en su favor concederte por un instante
mis bondades. Tienes que sentir lo indigna que eres de ello después de tu conducta de ayer. Desnúdate, y si
sigues ofreciendo la más ligera resistencia a mis deseos, dos hombres te esperan en mi antecámara para
llevarte a un lugar del que no saldrás en toda tu vida.
––¡Oh, señor! ––digo llorando y precipitándome a las rodillas de aquel hombre bárbaro––, cambiad de
idea, os lo suplico. Mostraos generoso para ayudarme sin exigir de mí lo que me cuesta tanto que os
ofrecería mi vida antes que someterme a ello... Sí, prefiero morir mil veces que infringir los principios que
he recibido en mi infancia... Señor, señor, no me obliguéis, os lo suplico. ¿Podéis concebir la dicha en

Justine o los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora