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––Ven, querido amigo ––dice uno de ellos––. Aquí estaremos a las mil maravillas. La cruel y fatal
presencia de una tía que aborrezco no me impedirá saborear un momento contigo esos placeres que me
resultan tan dulces.
Se acercan, se colocan tan enfrente de mí que ninguna de sus frases, ninguno de sus movimientos, puede
escapárseme, y veo... ¡Santo cielo, señora! ––dijo Thérèse interrumpiéndose––, ¡cómo es posible que la
suerte me haya colocado siempre en situaciones tan críticas, que resulte tan difícil a la virtud escuchar su
relato como al pudor hacerlo! Aquel crimen horrible que ultraja tanto la naturaleza como las convenciones
sociales, aquella fechoría, en una palabra, sobre la cual la mano de Dios ha caído tantas veces, legitimada
por «Corazón-de-Hierro», propuesta por él a la desdichada Thérèse, consumada sobre ella
involuntariamente por el verdugo que acaba de inmolarla, aquella execración repugnante en fin, ¡la vi
practicar bajo mis ojos con todas las desviaciones impuras, todos los episodios espantosos, que puede
introducir en ella la depravación más exquisita! Uno de los hombres, el que se ofrecía, tenía veinticuatro
años de edad, suficientemente bien vestido como para hacer pensar en la elevación de su rango, y el otro,
más o menos de su misma edad, parecía uno de sus criados. El acto fue escandaloso y prolongado. Con las
manos apoyadas en la cresta de un pequeño montículo frente al bosquecillo donde yo me hallaba, el joven
amo exponía desnudo a su compañero de libertinaje el impío altar del sacrificio, y éste, lleno de ardor ante
el espectáculo, acariciaba a su ídolo, a punto de inmolarlo con un puñal mucho más espantoso y mucho más
gigantesco que aquel con el que yo había sido amenazada por el jefe de los bandidos de Bondy; pero el
joven amo, en absoluto temeroso, parece desafiar impunemente la espada que se le presenta; la provoca, la
excita, la cubre de besos, se apodera de ella, se la introduce él mismo, se deleita absorbiéndola. Entu-
siasmado por sus criminales caricias, el infame se debate bajo ella y parece lamentar que no sea aún más
imponente; desafía sus golpes, los previene, los rechaza... Dos tiernos y legítimos esposos se acariciarían
con menos ardor... Sus bocas se juntan, sus suspiros se confunden, sus lenguas se entrelazan, y los veo a los
dos, ebrios de lujuria, encontrar en el centro de las delicias el complemento de sus pérfidos horrores. El
homenaje se renueva, y, para encender de nuevo el incienso, todo es válido para el que lo exige; besos,
manoseos, masturbaciones, refinamientos del más insigne libertinaje, todo se utiliza para devolver las
fuerzas que se apagan, y con ello consigue reanimarlas por cinco veces consecutivas, pero sin que ninguno
de los dos cambiara de papel. El joven amo fue siempre mujer, y aunque se pudiera descubrir en él la
posibilidad de ser hombre a su vez, ni siquiera tuvo la apariencia de concebir por un instante tal deseo. Si
bien visitó el otro altar semejante a aquel donde se sacrificaba en él, fue en favor del otro ídolo, y jamás
ningún ataque tuvo el aire de amenazarlo.
¡Qué largo se me hizo el tiempo! No me atrevía a moverme, por miedo a que me descubrieran. Final-
mente, los criminales actores de esta indecente esce na, ahítos sin duda, se levantaron para volver al camino
que debía conducirlos a su casa cuando el amo se acerca al bosquecillo que me protege; mi gorro me
traiciona... Lo ve...
––Jasmín ––dice a su criado––, nos han descubierto... Una joven ha visto nuestros secretos... Acércate,
saquemos de ahí a esa buscona, y averigüemos qué hace aquí.
Les ahorré la molestia de sacarme de mi refugio abandonándolo inmediatamente yo misma y, cayendo a
sus pies, exclamé, extendiendo los brazos hacia ellos:
––Oh, señores, dignaos a compadeceros de una desdichada cuya suerte es más lamentable de lo que
suponéis. Existen pocos reveses capaces de igualar los míos; que la situación en que me habéis encontrado
no os despierte ninguna sospecha sobre mí. Es consecuencia de mi miseria, mucho más que de mis errores.
Lejos de aumentar los males que me abruman, dignaos a disminuirlos facilitándome los medios de escapar
de las calamidades que me persiguen.
El corazón del conde de Bressac (así se llamaba el joven), en cuyas manos caí, con un gran fondo de mal-
dad y de libertinaje en la mente, no estaba dotado precisamente de una gran dosis de conmiseración. Por
desgracia es muy común ver cómo el libertinaje ahoga la piedad en el hombre y habitualmente sólo sirve
para endurecerlo: sea porque la mayor parte de sus extravíos necesita la apatía del alma, sea porque la
violenta sacudida que esta pasión imprime a la masa de los nervios disminuye la fuerza de su acción, la
verdad es que un libertino rara vez es un hombre sensible. Pero a esta dureza, natural en la clase de
personas cuyo carácter esbozo, se unía además en el señor de Bressac una repugnancia tan inveterada por
nuestro sexo, un odio tan fuerte por todo lo que lo caracterizaba, que era muy difícil que yo consiguiera
introducir en su alma los sentimientos con los que quería conmoverla.
––Tórtola del bosque ––me dijo el conde con dureza––, si buscas víctimas, has elegido mal: ni mi amigo
ni yo sacrificamos jamás en el templo impuro de tu sexo. Si es limosna lo que pides, busca personas que

Justine o los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora