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peligroso––, o en su enemigo ––que todavía lo es más––. Con algo más de experiencia, yo habría
abandonado la casa a partir de ese instante, ¡pero ya estaba escrito en el cielo que cada uno de mis gestos
honestos sería recompensado con nuevos infortunios!
El señor Du Harpin dejó pasar cerca de un mes, o sea más o menos hasta la época del final del segundo
año de mi estancia en su casa, sin decir palabra y sin mostrar el más ligero resentimiento por el rechazo que
había recibido, pero una noche, cuando me retiraba a mi habitación para saborear unas horas de reposo, oí
de repente que abrían mi puerta, y vi, no sin terror, al señor Du Harpin acompañado de un comisario y cua-
tro soldados de patrulla frente a mi cama.
––Cumplid con vuestro deber, señor ––dijo al hombre de la justicia––. Esta desgraciada me ha robado un
diamante de mil escudos. Lo encontraréis en su aposento o entre sus ropas, el hecho es seguro.
––¿Robaros yo, señor? ––dije, saltando turbadísima de mi cama––. ¡Yo, santo Dios! ¡Ay! ¿Quién mejor
que vos sabe lo contrario? ¿Quién puede estar más convencido que vos de cuánto me repugna esta acción y
saber mejor la imposibilidad de que yo la haya cometido?
Pero el señor Du Harpin, haciendo mucho ruido para que mis palabras no fueran oídas, siguió ordenando
los registros, y el maldito anillo apareció en mi colchón. Ante pruebas de esta categoría, no había nada que
replicar. Al instante fui prendida, agarrotada y llevada a la cárcel, sin que me fuera posible hacer escuchar
una sola palabra en mi favor.
El proceso de una desdichada que carece de crédito y protección no lleva mucho tiempo en un país donde
se considera a la virtud incompatible con la miseria, donde el infortunio es una prueba decisiva contra el
acusado. En esa cuestión, una injusta prevención lleva a creer que el que ha debido de cometer el crimen, lo
ha cometido; los sentimientos se miden por el estado en que se encuentra el culpable; y a partir del momen-
to que el oro o los títulos no establecen su inocencia, la imposibilidad de que pueda ser inocente queda
entonces demostrada.*
* ¡Siglos venideros! Ya no veréis ese cúmulo de horrores y de infamias. (N. del A.)
Por mucho que me defendiera, por mucho que ofreciera los mejores argumentos al abogado de oficio que
me dieron por un instante, mi amo me acusaba, el dia mante había sido hallado en mi habitación: estaba
claro que yo lo había robado. Cuando quise mencionar el horrible proyecto del señor Du Harpin, y
demostrar que la desdicha que me sobrevenía sólo era el fruto de su venganza y la consecuencia del deseo
que tenía de deshacerse de una criatura que, poseedora de su secreto, se convertía en su dueña, trataron mis
protestas de recriminación, me dijeron que el señor Du Harpin era reconocido desde hacía más de veinte
años como un hombre íntegro, incapaz de semejante horror. Fui trasladada a la Conciergerie, donde me vi
en la situación de tener que pagar con mi vida el rechazo de participar en un crimen; iba a morir; sólo un
nuevo delito podía salvarme: la providencia quiso que el crimen sirviera, por lo menos una vez, de égida a
la virtud, que la preservara del abismo donde iba a arrojarla la inepcia de los jueces.
Tenía a mi lado una mujer de unos cuarenta años, tan celebrada por su belleza como por la variedad y
cantidad de sus fechorías; la llamaban Dubois, y estaba, al igual que la desdichada Thérése, en vísperas de
su ejecución: sólo el método preocupaba a los jueces. Habiéndose manifestado culpable de todos los
crímenes imaginables, estaban casi obligados a inventar para ella un suplicio nuevo, o a hacerle sufrir uno
del que está exento nuestro sexo. Yo había inspirado una especie de interés en aquella mujer, interés
criminal, sin duda, ya que su fundamento era, como después supe, el extremo deseo de convertirme en su
prosélita.
Una noche, tal vez dos días antes de aquel en que ambas debíamos perder la vida, la Dubois me dijo que
no me acostara, y que con ella aguardase lo más cerca posible de las puertas de la prisión.
––Entre las siete y las ocho ––prosiguió–– el fuego prenderá en la Conciergerie, me he encargado de que
así sea. Sin duda, muchas personas se abrasarán, pero no importa, Thérèse ––se atrevió a decirme la mal-
vada––. La suerte de los demás no cuenta cuando se trata de nuestra propia salvación. Lo seguro es que nos
salvaremos; cuatro hombres, cómplices y amigos, se reunirán con nosotras, y yo respondo de tu libertad.
Ya os he dicho, señora, que la mano del cielo que acababa de castigar mi inocencia, sirvió al crimen
favoreciendo a mi protectora. El fuego prendió, el incendio fue horrible, hubo veintiuna personas
abrasadas, pero nosotras escapamos. Aquel mismo día llegamos a la choza de un cazador furtivo del bosque
de Bondy, íntimo amigo de nuestra banda.
––Ya estás libre, Thérèse ––me dijo entonces la Dubois––, ahora puedes elegir el tipo de vida que te
guste, pero si tuviera que darte un consejo, te diría que renunciaras a unas prácticas virtuosas que, como
ves, jamás te han favorecido. Una delicadeza impropia te ha llevado a los pies del cadalso, un crimen
espantoso te salva de él: mira de qué sirven las buenas acciones en el mundo, ¡y si vale la pena inmolarse

Justine o los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora