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de la suya, y después de haber dejado pasar el mayor calor, segura por lo que dice de que bastan cuatro o
cinco horas para llegar a casa de su pariente, abandonamos Luzarches y nos dirigimos a pie a Bondy.
Alrededor de las cinco de la tarde entramos en el bosque. Saint––Florent todavía no se había descubierto
ni por un instante: siempre la misma honestidad, siempre el mismo deseo de demostrarme su
agradecimiento. De haber estado con mi padre, no me habría creído más segura. Las sombras de la noche
comenzaban a esparcir por el bosque aquella especie de horror religioso que hace nacer simultáneamente el
temor en las almas tímidas y el proyecto del crimen en los corazones feroces. Sólo caminábamos por
senderos, y yo delante. Me vuelvo para preguntar a Saint––Florent si realmente hay que seguir esos
caminos apartados, si por casualidad no se ha extraviado, si cree, en fin, que falta mucho para llegar.
––Ya hemos llegado, puta ––me contestó aquel malvado, arrojándome al suelo de un bastonazo en la
cabeza que me priva del conocimiento...
¡Oh, señora!, yo no sé lo que dijo ni lo que hizo aquel hombre; pero el estado en que me encontré me
obligó a saber hasta qué punto había sido su víctima. Cuando recuperé el sentido era totalmente de noche;
estaba al pie de un árbol, al margen de todos los caminos, magullada, ensangrentada... deshonrada, señora.
Esta era la recompensa por cuanto acababa de hacer por aquel desalmado; y, llevando la infamia al
máximo, el malvado, después de haber hecho conmigo todo lo que había querido, después de haber
abusado de todas las maneras, hasta de aquella que más ultraja la naturaleza, se había llevado mi bolsa...
aquel mismo dinero que yo le había ofrecido tan generosamente. Había desgarrado mis ropas, la mayoría
estaban hechas girones a mi lado, iba casi desnuda, y con varias partes de mi cuerpo ámoratadas. Podéis
imaginaros mi situación: rodeada de tinieblas, sin recursos, sin honor, sin esperanza, expuesta a todos los
peligros. Quise terminar con mis días: si me hubieran ofrecido un arma, la habría empuñado y abreviado
esta desdichada vida, que sólo me ofrecía calamidades.
«¡Qué monstruo! ¿Qué le habré hecho yo», me decía, «para merecer por su parte un trato tan cruel? Le
salvo la vida, le devuelvo su fortuna, ¡me arrebata lo que más quiero! ¡Hasta un animal salvaje hubiera sido
menos cruel! ¡Oh hombre, así eres cuando sólo atiendes a tus pasiones! Los tigres en el fondo de los
desiertos más salvajes se horrorizarían de tus fechorías.»
Unos minutos de abatimiento siguieron a mis primeros impulsos de dolor; mis ojos, anegados en lá-
grimas, se elevaron maquinalmente al cielo; mi corazón se lanzó a los pies del Maestro que lo habita...
Aquella bóveda pura y brillante... el silencio imponente de la noche... el terror que helaba mis sentidos...
aquella imagen de la naturaleza en paz, comparada con la alteración de mi alma extraviada, todo esparce en
mí un tenebroso horror del que no tarda en nacer la necesidad de rezar. Me precipito a las rodillas de ese
Dios poderoso, negado por los impíos, esperanza del pobre y del afligido.
––Ser santo y majestuoso ––exclamé entre lágrimas––, tú que te dignas llenar en este momento terrible
mi alma de una alegría celestial, que, sin duda, me has impedido atentar contra mis días, oh, mi protector y
guía, aspiro a tus bondades, imploro tu clemencia: contempla mi miseria y mis tormentos, mi resignación y
mis deseos. ¡Dios omnipotente! Tú sabes que soy inocente y débil, que he sido traicionada y maltratada; he
querido hacer el bien a ejemplo tuyo, y tu voluntad me castiga. ¡Que se cumpla, oh, Dios mío! Amo todos
sus sagrados efectos, los respeto y ceso de quejarme; pero si aquí en la tierra sólo debo encontrar abrojos,
¿será ofenderte, oh, mi soberano Maestro, suplicar que tu poder me llame hacia ti, para rezarte sin
turbación, para adorarte lejos de esos hombres perversos que, ¡ay de mí!, sólo me han hecho conocer males,
y cuyas manos sanguinarias y pérfidas hunden a placer mis tristes días en el torrente de las lágrimas y en el
abismo de los dolores?
La oración es el más dulce consuelo del desdichado; se siente más fuerte cuando ha cumplido con este
deber. Me alzo llena de valor, recojo los harapos que el malvado me ha dejado, y me introduzco en un bos-
quecillo para pasar la noche con menos riesgo. La seguridad en que me hallaba, la satisfacción que acababa
de saborear acercándome a mi Dios, todo ello contribuyó a hacerme reposar unas cuantas horas, y el sol ya
estaba alto cuando mis ojos se volvieron a abrir: el instante del despertar es espantoso para los
infortunados; la imaginación, refrescada por las dulzuras del sueño, se ocupa con mucha mayor rapidez y
más lúgubremente de los males cuyo recuerdo le han hecho perder unos instantes de un reposo engañoso.
«Bien», me dije entonces examinándome, «ies cierto, por tanto, que existen criaturas humanas a las que
la naturaleza rebaja a la misma condición que las bestias feroces! Oculta en mi reducto, huyendo como
ellas de los hombres, ¿qué diferencia existe ahora entre ellas y yo? ¿Vale la pena nacer para una suerte tan
lastimera?...» Y mis lágrimas corrieron en abundancia mientras formulaba estas tristes reflexiones; acababa
de terminarlas cuando oigo un ruido a mi alrededor; poco a poco, distingo a dos hombres. Presto atención:

Justine o los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora