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lesiones ajenas, que no le duelen fisicamente en absoluto, no puede ser comparado con el más leve de los
goces comprados con este conjunto increíble de fechorías. El placer le halaga, está en su interior: el efecto
del crimen no le afecta, está fuera de él. Ahora bien, yo os pregunto ¿qué hombre razonable no preferirá lo
que lo deleita a lo que le es extraño, y no accederá a cometer esta cosa extraña que no le produce ninguna
molestia, para granjearse aquella que lo conmueve agradablemente?
––¡Oh, señora! ––dije a la Dubois, pidiéndole permiso para responder a sus execrables sofismas––, ¿no
os dais cuenta de que vuestra condena está escrita en lo que se os acaba de escapar? Sólo a un ser tan
poderoso como para no tener que temer nada de los demás podrían convenir semejantes principios, pero
nosotros, señores, perpetuamente en el temor y la humillación, nosotros, proscritos de todas las gentes
honradas, condenados por todas las leyes, ¿debemos admitir estos sistemas que sólo pueden afilar contra
nosotros la espada que cuelga sobre nuestras cabezas? Si no nos encontráramos en esta triste posición, si
estuviéramos en el centro de la sociedad... si nos halláramos, en fin, donde deberíamos hallarnos, sin
nuestra mala conducta y sin nuestras desdichas, ¿no creéis que tales máximas podrían resultarnos más
convenientes? ¿Cómo queréis que no perezca aquel que, por un ciego egoísmo, pretende luchar a solas
contra los intereses de los demás? ¿Acaso la sociedad no está autorizada a no soportar jamás en su seno al
que se manifiesta en contra de ella? Y el individuo que se aísla, ¿puede luchar contra todos?, ¿puede
vanagloriarse de vivir feliz y tranquilo si, por no aceptar el pacto social, no consiente en ceder una pequeña
––parte de su felicidad para garantizar la restante? La sociedad sólo se sostiene mediante intercambios
perpetuos de favores, que son los vínculos que la cimentan; aquel que, en lugar de esos favores, sólo
ofrezca crímenes, deberá ser temido a partir de entonces, y será necesariamente atacado, si es el más fuerte,
y sacrificado por el primero al que ofenda, si es el más débil; pero destruido en cualquier caso por la
poderosa razón que obliga al hombre a asegurar su reposo y a dañar a los que quieren turbarlo. Esta es la
razón que hace casi imposible la duración de las asociaciones criminales: al oponer únicamente unas puntas
aceradas a los intereses de los demás, todos deben reunirse sin demora para mellar su aguijón. Incluso entre
nosotros, señora, me atrevo a añadir, ¿cómo os vanagloriaréis de mantener la concordia cuando aconsejáis a
cada uno que atienda únicamente sus propios intereses? ¿Podréis a partir de entonces objetar algo justo a
aquel de nosotros que quiera apuñalar a los demás, y que lo haga, para hacerse sólo él con la parte de sus
compañeros? ¡Ay! ¡Qué mejor elogio de la virtud que la prueba de su necesidad, incluso en una sociedad
criminal... que la certidumbre de que esa sociedad no se sostendría ni un momento sin la virtud!
––Eso que argumentas, Thérèse, sí que son sofismas terció «Corazón-de-Hierro»––, y no lo que había
dicho la Dubois. No es en absoluto la virtud lo que sostiene nuestras asociaciones criminales: es el interés,
el egoísmo. Así que es totalmente falso ese elogio de la virtud que has deducido de una hipótesis quimérica.
En absoluto es por virtud por lo que, creyéndome, como supongo, el más fuerte de la banda, no apuñalo a
mis camaradas para arrebatarles su parte; es, más bien, porque, encontrándome solo, me privaría de los
medios que espero de su ayuda para asegurarme la fortuna. Este motivo es, igualmente, el único que retiene
su brazo en contra de mí. Ahora bien, como ves, Thérèse, este motivo sólo es egoísta y no tiene la mas
ligera apariencia de virtud. Dices que quien quiere luchar a solas contra los intereses de la sociedad tiene
que dar por supuesto que perecerá. ¿No perecerá con mucha mayor seguridad si sólo tiene para existir su
miseria y el abandono de los demás? Lo que llamamos interés de la sociedad no es otra cosa que la suma de
los intereses particulares reunidos, pero sólo cediendo este interés particular se puede coincidir y colaborar
con los intereses generales. Ahora bien, ¿qué quieres que ceda el que no tiene nada? Si lo hace, no me
negaras que su error ha sido mucho mayor al dar infinitamente más de lo que recibe, y en tal caso la
desigualdad de la transacción debe impedir que la cumpla. Atrapado en esta situación, lo mejor que puede
hacer ese hombre ¿no es alejarse de esta sociedad injusta para conceder los derechos a una sociedad
diferente que, situada en la misma posición que él, tenga interés en combatir, con la reunión de sus
pequeños poderes, el poder más amplio que quería obligar al desdichado a ceder lo poco que tenía para no
recibir nada de los demás? Pero de ahí nacerá, me dirás, un estado de guerra perpetuo. ¡De acuerdo! ¿Acaso
no es el de la naturaleza? ¿El único que nos conviene realmente? Todos los hombres nacieron aislados,
envidiosos, crueles y déspotas, deseosos de tenerlo todo y no ceder nada, y luchando incesantemente por
mantener tanto su ambición como sus derechos. Llegó el legislador y dijo: «Dejad de enfrentaros así; al
ceder un poco de uno y otro lado, renacerá la tranquilidad». Yo no censuro en absoluto la existencia de este
pacto, pero sostengo que hay dos tipos de individuos que jamás debieron someterse a él: aquellos que,
sintiéndose más fuertes, no tenían necesidad de ceder nada para ser felices, y aquellos que, siendo los más
débiles, tenían que ceder infinitamente más de lo que se les otorgaba. Y el caso es que la sociedad sólo está
compuesta de seres débiles y de seres fuertes. Ahora bien, si el pacto tuvo que disgustar a los fuertes y a los
débiles, estaba claro que no convenía a la sociedad, y el estado de guerra, que existía antes, debía resultar

Justine o los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora