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llegaba a cien escudos. Como nadie se preocupaba de su custodia, les abrieron la puerta del convento, les


entregaron su dote y las dejaron libres de ser lo que quisieran.


La señora de Lorsange, entonces llamada Juliette, y de un carácter e inteligencia prácticamente tan


formados como a los treinta años --edad que alcanzaba en el momento que arranca la historia que vamos a


relatar--, sólo pareció sensible al placer de ser libre, sin meditar un instante en las crueles desgracias que


habían roto sus cadenas. A Justine, con doce años de edad como ya hemos dicho, su carácter sombrío y


melancólico le hizo percibir mucho mejor todo el horror de su situación. Dotada de una ternura y una


sensibilidad sorprendentes, en lugar de la maña y sutileza de su hermana sólo contaba con una ingenuidad y


un candor que presagiaba que cayera en muchas trampas. Esta joven sumaba a tantas cualidades una


fisonomía dulce, absolutamente diferente de aquella con que la naturaleza había embellecido a Juliette; de


igual manera que se percibía el artificio, la astucia, la coquetería en los rasgos de ésta, se admiraba el


pudor, la decencia y la timidez en la otra; un aire de virgen, unos grandes ojos azules, llenos de sentimiento


y de interés, una piel deslumbrante, un talle grácil y flexible, una voz conmovedora, unos dientes de marfil


y los más bellos cabellos rubios, así era el retrato de esta encantadora menor, cuyas gracias ingenuas y


rasgos delicados superan nuestros pinceles.


Les dieron a ambas veinticuatro horas para abandonar el convento, dejándoles la tarea de instalarse, con


sus cien escudos, donde se les antojara. Juliette, encantada de ser su propia dueña, quiso por un momento


enjugar las lágrimas de Justine, viendo después que no lo conseguiría, comenzó a reñirla en vez de


consolarla; le dijo, con una filosofía muy superior a su edad, que en este mundo sólo había que afligirse por


lo que nos afectaba personalmente; que era posible encontrar en sí misma unas sensaciones fisicas de una


voluptuosidad harto intensa como para poder apagar todos los afectos morales cuyo choque podría ser


doloroso; que era absolutamente esencial poner en práctica este procedimiento dado que la verdadera


sabiduría consistía infinitamente más en doblar la suma de los placeres que en multiplicar la de las penas...


En una palabra, que nada había que no se debiera hacer para borrar en uno mismo esta pérfida sensibilidad,


de la que únicamente se aprovechan los demás, mientras que a uno sólo le aporta pesares. Pero difícilmente


se endurece un buen corazón, pues resiste a los razonamientos de una mala cabeza, consolándose en sus


propios goces de las falsas brillanteces de una mente instruida.


Utilizando otros recursos, Juliette dijo entonces a su hermana que, con la edad y la cara que una y otra


tenían, era imposible que se murieran de hambre. Citó a la hija de una de sus vecinas, quien, habiéndose


escapado de la casa paterna, estaba hoy ricamente mantenida y mucho más dichosa, sin duda, que si


hubiera seguido en el seno de su familia; que había que dejar de creer que era el matrimonio lo que hacía


feliz a una joven; que, cautiva bajo las leyes del himeneo, sólo tendría, a cambio de muchos malos humores


que soportar, una levísima dosis de placeres; mientras que, entregadas al libertinaje, podrían siempre


asegurarse del humor de los amantes, o consolarse de él mediante el número de éstos.


Justine sintió horror de tales discursos; dijo que prefería la muerte a la ignominia y, pese a las nuevas


peticiones que le formuló su hermana, se negó insistente mente a vivir con ella en cuanto la vio decidida a


una conducta que la hacía estremecerse.


Por consiguiente, las dos jóvenes se separaron, sin ninguna promesa de volver a verse, dado que sus


intenciones se revelaban tan diferentes. Juliette que, según pretendía, se convertiría en una gran dama,


¿accedería a recibir a una muchacha cuyas inclinaciones, virtuosas pero humildes, podrían deshonrarla? Y


por su parte, ¿Justine aceptaría poner en peligro sus costumbres con la compañía de una criatura perversa,


que acabaría siendo víctima de la crápula y del desenfreno público? Ambas se dieron, pues, un eterno


adiós, y ambas abandonaron el convento al día siguiente.


Mimada desde su infancia por la costurera de su madre, Justine cree que esta mujer será sensible a su


desdicha; la visita, le comunica sus infortunios, le pide trabajo... Pero casi no la reconoce y la despiden


duramente.


--¡Oh, cielos! --dice la pobre criatura--, íes preciso que los primeros pasos que doy por el mundo estén


ya marcados por la desgracia! Esta mujer me quería antes, ¿por qué me rechaza hoy? ¡Ay!, porque soy


huérfana y pobre; porque ya no tengo recursos en el mundo, y sólo se aprecia a las personas por las ayudas


y los agrados que se espera recibir de ellas.


Justine, llorosa, visita a su sacerdote; le describe su estado con el enérgico candor de su edad... Llevaba


un vestidito blanco; sus hermosos cabellos descuidadamente recogidos bajo una gran cofia; su seno apenas


insinuado, oculto debajo de dos o tres varas de gasa; su linda cara algo pálida a causa de las penas que la


devoraban; algunas lágrimas caían de sus ojos y les conferían aún mayor expresión.


--Me veis, señor... --le dijo al santo eclesiástico--, sí, me veis en una situación muy lamentable para


una joven; he perdido a mi padre y mi madre... El cielo me los arrebata en la edad en que más necesitaba su

Justine o los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora