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emplear cuatro o cinco horas al día en coser ropa, medias, gorros y otras cositas de la casa. Ya ves que no
es nada, Thérèse; te sobrará mucho tiempo, te permitiremos utilizarlo por tu cuenta, siempre que seas
buena, hija mía, discreta y sobre todo ahorrativa, que es lo esencial.
Podéis imaginar fácilmente, señora, que había que estar en estado tan horrible como en el que yo me
hallaba para aceptar semejante empleo. No sólo había infinitamente más trabajo del que mis fuerzas me
permitían emprender, sino que ¿cómo podía yo vivir con lo que me ofrecían? Sin embargo, procuré no
ofrecer resistencia, y me instalé aquella misma noche.
Si mi cruel situación me permitiera divertiros un instante, señora, cuando sólo debo pensar en
enterneceros, me atrevería a contaros alguno de los rasgos de avari cia de que fui testigo en aquella casa;
pero a partir del segundo año me aguardaba una catástrofe tan terrible que me resulta muy difícil detenerme
en unos detalles divertidos antes de relataros mis infortunios.
Sabréis, sin embargo, señora, que jamás había otra iluminación, en el apartamento del señor Du Harpin
que la que robaba a la farola felizmente colocada frente a su habitación; jamás ninguno de los dos utilizaba
ropa interior: almacenaban la que yo cosía, no la tocaban en la vida; las mangas de la casaca del señor, así
como las del traje de la señora, llevaban un viejo par de manguitos cosidos encima de la tela, que yo lavaba
todos los sábados por la noche; nada de sábanas, nada de toallas, para así evitar el lavado. En su casa jamás
se bebía vino, pues el agua clara, como decía la señora Du Harpin, es la bebida natural del hombre, la más
sana y menos peligrosa. Siempre que cortaban el pan colocaban una cesta debajo del cuchillo, a fin de
recoger las migas que caían: les añadían puntualmente todos los restos que quedaban de las comidas, y este
manjar, frito el domingo con un poco de mantequilla, componía el yantar de los días festivos. Nunca había
que sacudir las ropas o los muebles, por miedo a gastarlos, sólo rozarlos ligeramente con un plumero. Los
zapatos del señor, así como los de la señora, reforzados con hierro, eran los mismos que calzaron el día de
su boda. Pero una práctica mucho más extravagante era la que me obligaban a hacer una vez por semana:
había en el apartamento un gabinete bastante grande cuyas paredes no estaban tapizadas; con un cuchillo
tenía que raspar una cierta cantidad de yeso de esas paredes, que luego pasaba por un fino tamiz: el
resultado de esta operación eran los polvos de tocador con que yo cubría cada mañana tanto la peluca del
señor como el moño de la señora. ¡Pero, ay, ojalá hubiera querido Dios que ésas fueran las únicas torpezas
a las que se entregaban esos malvados! Nada hay más natural que el deseo de conservar los bienes, pero no
lo es tanto el de aumentarlos con los del prójimo. Y no tardé mucho en descubrir que sólo así se enriquecía
Du Harpin.
En el piso de arriba vivía una persona muy acomodada, que poseía unas alhajas bastante bonitas, y cuyas
pertenencias, sea a causa de la vecindad, sea por haber pasado por las manos de mi amo, eran muy co-
nocidas por él; le oía a menudo lamentarse con su mujer de una cierta caja de oro de treinta a cuarenta
luises, con la que se habría quedado, decía, de haber sabido actuar con mayor destreza. Para consolarse al
fin de haber devuelto esa caja, el honrado señor Du Harpin proyectó robarla, y a mí se me encargó la
negociación.
Después de haberme hecho un gran discurso sobre la indiferencia del robo, sobre la utilidad misma que
ejercía en el mundo, ya que restablecía en él una espe cie de equilibrio, que alteraba por completo la
desigualdad de las riquezas; sobre la escasez de los castigos, ya que estaba demostrado que de veinte
ladrones no perecían más de dos; después de haberme demostrado, con una erudición de la que no habría
creído capaz al señor Du Harpin, que el robo era honrado en toda Grecia, que varios pueblos seguían
admitiéndolo, favoreciéndolo y recompensándolo como una acción atrevida que demostraba tanto el valor
como la destreza (dos virtudes esenciales para cualquier nación guerrera); en una palabra, después de
haberme garantizado que, si era descubierta, su crédito me salvaría de todo, el señor Du Harpin me entregó
dos llaves falsas una de las cuales debía abrir el apartamento del vecino y la otra el escritorio donde se
hallaba la caja en cuestión, y me rogó insistentemente que encontrara esa caja, porque por un servicio tan
esencial aumentaría mi sueldo en un escudo durante dos años.
––¡Oh, señor! ––exclamé estremeciéndome ante su proposición––. ¿Cómo es posible que un amo se
atreva a corromper así a su criado? ¿Qué me impedirá volver contra vos las armas que ponéis en mis
manos, y qué podríais objetarme si un día os hiciera víctima de vuestros propios métodos?
Du Harpin, confundido, se refugió en un torpe subterfugio: me dijo que sólo lo había hecho con la inten-
ción de ponerme a prueba, que tenía mucha suerte de haber resistido a sus proposiciones... que estaría
perdida si hubiera sucumbido... Me conformé con esta mentira, pero descubrí inmediatamente el error que
había cometido al responder con tanta firmeza: a los malhechores no les gusta encontrar resistencia en
quienes intentan seducir. No existe desdichadamente un punto medio, en cuanto tienes la mala suerte de
haber recibido sus proposiciones: tienes que convertirte necesariamente en su cómplice ––lo cual es

Justine o los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora