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Llegué a casa temprano y preparé algo de empanada de pollo para cuando Caleb se despertara. Me gustaba mucho cocinar porque me obligaba a seguir un orden específico. Cuando lo hacía me daba esa sensación, que había que hacer las cosas paso a paso y que si lo hacías salía bien. Así de sencillo. Lo de la comida siempre me lo he tomado muy en serio. A lo mejor es porque casi todo me sienta mal; casi no puedo comer carne porque me destroza el estómago, me pongo malísima. Pero no me importaba cocinarla para los demás. De hecho, como que me ponía de buen humor ver que la gente disfrutaba con lo que yo había cocinado. 

No estaba de mal humor, tampoco estaba enfadada. Ni triste. Era una neutralidad absoluta, casi molesta. 

Aaron me había dicho que fueran a tomar unas cervezas después de clase pero no me había apetecido. No le había respondido directamente. Tampoco me apetecía nada estar contenta. 

Comí algo de ensalada y subí a mi habitación, cerrando la puerta con cuidado. Me tumbé un rato en la cama, dormí un rato, me desperté, volví a dormir. Lo di por imposible y me senté en el escritorio dispuesta a terminar mi trabajo. La verdad es que me estaba quedando guay, iba muy bien de tiempo. Tenía la manía tonta de redactarlos a mano y luego pasarlos a limpio en el ordenador, listos para entregar. Spencer decía que eso era perder el tiempo tontamente, pero qué más daba. 

Lo releí un par de veces y después miré el reloj. Acababan de pasar las siete. Joder, bien. Estaba bien. 

Encendí el ordenador dispuesta a concluir mis diez páginas sobre la guerra y la masacre y la decadencia del hombre. De verdad que iba a ponerme, pero entonces vi el icono azul y redondeado y se me dibujó una sonrisa un poco tonta. ¿Por qué no? Hice click sin pensarlo demasiado. 

No tenía muchas esperanzas en realidad. Pero entonces su cara se dibujó en la pantalla. 

-Mira quien vuelve a mi… La hija pródiga- dijo, con una sonrisa de lado y un cigarro entre los labios. 

-Hola, LeBlanc- saludé. Me alegraba un montón de verle.- ¿Cómo te va?

-No sé, ¿cómo te va a ti, descastada? Quedamos en que sabría algo más de ti que un par de mensajes telegráficos- levantó una ceja. No podía tomarme muy en serio sus riñas, pero me sentí un poco mal.

-Por eso te llamo, para resarcir mis pecados. La webcam de tu ordenador carísimo es una basura, espero que lo sepas- reí, con malicia. 

-Te voy a colgar por esa poca vergüenza que tienes, niña- espetó, pero no estaba enfadado.

Yo siempre sabía cuando LeBlanc se enfadaba de verdad. La gente no solía ser capaz de verlo porque siempre parecía tranquilo y con todo bajo control, pero tenía un mal temperamento importante. Llevaba el pelo algo más largo que de costumbre y la luz de la tarde lo hacía parecer aun más naranja. Miraba distraídamente al teclado con un gesto muy digno donde, por el movimiento de sus manos, pude deducir que se estaba liando un porro. 

-Te echaba de menos- me encogí de hombros. Levantó la cabeza. Iba de duro, pero ese tipo de cosas le enternecían un montón. 

LeBlanc y yo nos conocimos cuando yo tenía trece años. Fue cuando empecé a fumar porque tenía una ansiedad terrible: Elaine había desaparecido y a mi acababan de mandarme a una casa de acogida. Lo pasaba mal y uno de los chicos me pasó su contacto, aunque dijo que ya no vendía. Lo que pasaba era que ya entonces solo se dedicaba a pasarle maría y drogas caras a señores mayores.

De buenas a primeras no quiso atenderme, pero imagino que le di pena o que sintió cierta comunión conmigo porque al fin y al cabo él también era huérfano. Que yo no es que hubiera perdido a mi madre, pero teniendo en cuenta lo inútil que es Elaine, mejor habría sido así. 

Junk of the heartDonde viven las historias. Descúbrelo ahora