Enla salida, en el puerto de Barcelona, no hubo control. Los policíasrevisaron si tenía pasaporte y le dieron la bienvenida a Barcelona,siguió las flechas blancas del suelo y llegó a la salida. Un portalminúsculo protegido por dos guardias de seguridad armados y vestidosde negro con una gorra a cuadros en la cabeza. No le sonrieron, loque hizo que Sarah se ruborizase aún más y bajase la cabeza haciael suelo. Llegó al destino. O a miles de kilómetros de él. Teníaque hacer algo y la primera opción no era hacer autoestop hastaSiria. Caminó con la mochila en la espalda hasta llegar a unedificio viejo. La carretera de ese barrio no estaba hecha deasfalto. Miles y miles de piedras perfectamente alineadas formaban elsuelo por el que transitaban los coches. Había cientos de peatonescruzando las calles a lo largo del paseo. Calles antiguas que tetransportaban a unas cuantas décadas antes, cuando todo era mástranquilo. Personas de cientos de nacionalidades diferentescirculaban por esas avenidas sin preocupaciones en la cabeza. Nollevó la cuenta de cuántos minutos había estado caminando hastaque el hambre le recordó que no había comido aún. Llegó a unaplaza con fuentes y hierba y muchas, muchas palomas, lo que le hizogracia ya que no había visto a tantas palomas aglomeradas en unmismo sitio en su vida. Un montón de abuelos las alimentaban conunas semillas negras que compraban en el puesto de venta dondetambién vendían unos globos enormes de diferentes personajesanimados u objetos. Cruzó la calle y observó que había muchaspersonas contemplando algo: cientos y cientos de velas rojas en elsuelo, flores, cartas en catalán, español, inglés y francésdirigidas a las últimas matanzas en Siria. Sarah se estremeció, sele paró el corazón al ver todo eso. Había gente a su lado diciendofrases enteras en un idioma que ella no entendía y el resto hacíaun minuto de silencio por las muertes inocentes. Llegó a las ramblasde Barcelona y se sentó en uno de los restaurantes que tenía mesasfuera. Pidió una ensalada y un plato individual de paella española,siempre lo quiso probar. Y mientras comía, observaba a la gente quepasaba por delante, corriendo o paseando. No conseguía acabar suplato, era demasiado para ella. Se inclinó en la silla y miró haciaarriba. Los árboles le tapaban la vista del cielo gris, empezaron aasomarse nubes desde el oeste y no pintaban muy bien. Pasó un aviónadentrándose en las nubes por encima de su cabeza y desaparecióentre ellas.
—¡Esoes!— casi gritó Sarah.
Unpar de personas se giraron hacia ella.
—¡Jeune!—Sarah llamó con la mano a un camarero, muerta de vergüenza—L'addition,s'il vous plaît.
Sarahpagó la cuenta y se puso de pie.
Llegóal aeropuerto en taxi, un vehículo negro y amarillo chillón que nopodía pasar desapercibido por las ramblas de Barcelona. Durante elviaje en taxi, no separó la vista de la ventana. Pasaron por barriosviejos y barrios nuevos, edificios altos y mansiones hasta llegar aunas zonas donde todo se veía gris y aburrido, y arruinado yfastidiado por la polución aérea: el aeropuerto. El chófer delvehículo la dejó justo en la entrada de un edificio cristalino quetemblaba cada vez que un avión despegaba. Sarah entró y fue alpuesto de información. Allá, hablando en inglés con un hombre quellevaba un traje azul, le informaron de que no había vuelos directosa Siria, debía hacer escala en Italia y también le dijeron que elsiguiente vuelo salía en cinco horas.
Lachica se sacó el sobre lleno de dinero y pagó en efectivo. Elhombre de azul la miró con una mirada extraña, "una niña tanjoven escondiendo dinero en un sobre..." debió de pensar. Aun asíaceptó el dinero y le sonrió falsamente.
—Youare welcome, have a nice trip—le dijo el hombre de azul.
Esascinco horas pasaron volando y las siete horas de vuelo también.Cuando llegó allá debían de ser las dos pasadas y estaba todooscuro. Solamente al salir del avión ya empezó a encontrar hombresarmados y con la cara medio cubierta haciendo guardia y controlandola seguridad. A cada uno de los pasajeros les revisaron suspertenencias y les interrogaron sobre el motivo de su visita al país.A los periodistas les confiscaron las cámaras y ordenadores y se losllevaban a una sala aparte, para ver si tenían una autorización.
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Las cartas de Adam #Wattys2018
AléatoireSarah, una chica de dieciséis años, se acaba de mudar con su familia a un barrio de Mostganem, en la Villa Verde. Un día cualquiera le llega por error una carta de Adam, un chico que va en búsqueda de su padre. Este, decidido a no volver a casa sin...