9. Día diez

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Garreth Ollard medía uno ochenta, tenía el cutis perfecto y un físico envidiable, y era consciente de ello. Y cuando Tamara lo notó, se rio por no estrangularlo.

Como el único local que encontraron abierto a las doce menos cinco fue un Subway, ella se pidió una ensalada que incluía queso y mayonesa, y él se extrañó.

—¿Tú no haces dieta?

—No sabía que la necesitaba.

La mirada que le lanzaron los ojos de Tamara lo obligaron a sonreír.

—No, solo es curioso considerando que trabajas en una revista de moda.

—Yo no modelo.

Aaron jamás había cuestionado su físico. De lo único de lo que se burlaba era de su alergia, pero dejó de hacerlo el día que ella amenazó con estrellarle un pancake en el pecho si seguía burlándose.

—¡Tú te saltas comidas y nadie te dice nada! —recordó haberle gritado—. ¡Al menos desayunas gratis en mi casa, desagradecido!

Ahora tenía delante a un modelo que había trabajado con seis agencias y viajado a San Francisco, New York City, Las Vegas, Berlín, Londres y Los Ángeles. Tamara, aunque asentía, dejó de creerle desde que mencionó Europa.

—Soy atractivo, lo dijo Tyra Banks.

Tamara, sentada frente a él, en silencio absoluto, sonrió. Por dentro quiso partirle el labio.

—¿Y tienes novia?

Garreth elevó una comisura.

—Kendra y yo lo dejamos en junio —contestó, dejando el móvil para recostarse contra el respaldo del asiento—. Ella tiene contrato con BMG Models y posa para Cover Girl, pero viaja tanto como yo. Por suerte tengo mi propio jet. Quedamos de amigos porque... las relaciones a distancia no son lo mío. Prefiero que surja.

Tamara resistió las ganas de levantarse y marcharse porque él era el dueño de la moto preciosa que la llevaría a casa.

—¿Y tú?

Ella forzó una sonrisa.

—Ya veo que en California no se han enterado —dijo sarcástica—. Mi ex y yo lo dejamos hace once días, y ahora mismo no estoy buscando nada. Solo olvidarle.

—Pero eres bonita, divertida y tienes cerca hombres guapos todo el tiempo. No será difícil que...

—¿Que alguno me lleve a casa? Serás el afortunado. Se me quitó el hambre.

Y ese domingo por la mañana Tamara suspiraba, aún en la cama, agradeciendo no tener que ir al trabajo. Miró su teléfono por quinta vez: Garreth le había preguntado si en algún momento la hizo sentir incómoda y si aceptaría quedar otro día; Jessica Gardner quería todos los detalles sobre su escapada del cine y su madre estaba enojada.

No había contestado ni una de sus llamadas perdidas.

Tamara apagó la pantalla. Enredaba un tirabuzón en uno de sus dedos, sintiéndose más pequeña en la gran cama blanca que solía compartir con Aaron Cowen, y se preguntó quién estaría en la de él.

Probablemente su pitbull-labrador Gedeon.

Al final se rindió y llamó a su madre. La pobre mujer estaba enferma y en Pennsylvania, sin más paga que la pensión por viudez de un soldado americano y lo que su hija le pasaba mensualmente.

—¿Qué pasó con Aaron, cielo? ¿Qué chismes andan diciendo en la tele?

—No sé ni me importa —masculló ella, que ya sentía las lágrimas atorarse de nuevo en sus ojos—. Bastante es verlo todos los días en la compañía.

—Tu hermana no deja de buscar páginas para reunir toda la información que pueda y...

—Dile a Tania que no se meta. —El timbre resonó, así que Tamara se incorporó y colocó las pantuflas—. Es asunto de Aaron y mío. Lo nuestro acabó y no quiero saber más de él. Por mí, que se atragante explicándomelo.

Arrastró los holgados pantalones hasta la entrada y preguntó a través del teléfono quién era, haciendo el móvil a un lado. La florista.

Extrañada presionó el botón y retiró el cerrojo. Su portal era demasiado estrecho como para tener conserje, pues el sueldo no le alcanzaba el permitirse su propia vivienda, y llevaba rentando aquel apartamento cinco años.

Del ascensor surgió una señora de verde con un tablero y un ramo de amapolas. Los labios de Tamara se separaron inevitablemente.

—Cuidado, que se rompen con mirarlas. Tardamos la vida en elaborar el ramo, además de que aquí estas flores brillan por su ausencia —refunfuñó la florista al entregarle las veinte amapolas que Tamara acogió en sus brazos con suma delicadeza—. Bien... señorita Tamara Masson, ¿verdad?

—Sí —sonrió ella, que contemplaba las flores como si fueran un bebé envuelto en papel de seda rosa—. ¿Quién las...?

—¿Está ciega o no ve la nota?

La señora le hizo firmar en el tablero y desapareció por el pasillo hacia el ascensor. Tamara, una vez cerró tras de sí, buscó entre las frágiles flores la tarjeta blanca.

"Buenos días, mi amor. Aaron."

Un escalofrío la recorrió como si volviera a tener diecisiete años y su crush la hubiese visto pasar de reojo.

Las amapolas habían sido sus flores preferidas desde el viaje de estudios a España de cuarto de carrera y se lo dijo a Aaron Cowen años más tarde, cuando empezaron a salir y él se ofreció a comprarle un ramo por su cumpleaños.

No las encontraron ni en el campo.

Acarició los pétalos con un dedo, tan tersos que parecían deshacerse, al cruzar hacia el salón. Vio el cielo azul, despejado a mediados de septiembre, y se dijo que era un gran día.

Para empezar a correr.

Y superar a Stephanie Hinault.

𝟑𝟎 𝐝í𝐚𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐫𝐞𝐞𝐧𝐚𝐦𝐨𝐫𝐚𝐫𝐭𝐞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora