22. Día veintidós

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—No sabía que ayer era tu cumpleaños. ¡Pero hoy podemos celebrarlo!

Tamara Masson miraba a los ojos a Garreth Ollard, que le sonreía desde el mostrador, acentuando los hoyuelos en sus mejillas. Sintió a Jessica Gardner vigilarla desde su escritorio, a la izquierda, y un escalofrío la recorrió.

La noche anterior su amiga la llevó hasta The Shelby, escuchándola desahogarse todo el camino, y Tamara olvidó preguntarle por su hermana gemela. Aunque en el fondo ya nada le importaba. Se había ahogado en galletas digestivas y plátanos, porque no había nada más dulce en sus alacenas, y esta mañana se sentía triste, agotada e incapaz de salir a flote.

Suspiró.

—Lo siento, estoy de luto.

Garreth frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Se murió mi esperanza —replicó ella, que regresó al ordenador para no tener que mirarle mientras mentía—. No debí ilusionarme.

Y con aquella frialdad y determinación, consiguió alejar a un chico más del mostrador. Jessica, que había dejado de teclear, la contempló durante unos segundos; luego se inclinó hacia su bolso, extrajo el brillo labial y se lo tendió.

—Ilumínate la cara. Te ves terrible.

Tamara lo tomó y se repasó la boca. No podía esperar a irse a casa y tumbarse a llorar hasta quedarse dormida, pero fue imposible. A las siete de la tarde le entró una llamada de su madre al teléfono y, aunque no le apetecía descolgar, lo hizo.

—Ábreme, cariño, que me tienes en la lluvia.

Descompuesta, Tamara corrió a la puerta a presionar el botón y abrir el portal.

—Mamá, ¿qué haces aquí, por Dios, si estás enferma?

Su madre medía lo mismo que ella y se había teñido el cabello de rojo fuego, del tono con que se pintaba los labios, y apareció en jeans desteñidos y un suéter extra grande de los colores del arcoíris. Había llegado desde Lake City en Pennsylvania conduciendo durante siete horas su viejo truck dorado.

—¿Y Tania y Ben?

—Tus hermanos saben cuidarse. Además, la tía Amelia está con ellos.

La mujer se adentró en el departamento sin que la invitase a pasar y, cuando oyó resoplar a su hija, se giró confundida.

—¿Qué te pasa, cielo? Te veo más delgada.

—No estoy para hablar del tema.

Tamara abandonó la entrada en dirección a su dormitorio. No se hubiera imaginado a su madre allí, así que debía organizar su desorden cuanto antes. Pero a la señora no le importó meterse a la habitación y sentarse en la cama que Tamara intentaba hacer.

—Mamá, por...

—Ven aquí y explícame qué te pasa, porque la diabetes no me deja tonta. No me encuentro bien, estoy muy cansada del viaje y tú me tienes de los nervios. Ni me contestas al teléfono, ni escribes, no quieres hablar de nada... ¿Qué pasa, hija?

Tamara rompió a llorar. Se quedó quieta, como cuando tenía diecisiete años y su primer novio la dejó plantada en fin de curso, perdida y sola.

Y los brazos de su madre la envolvieron con fuerza. Su madre era una mujer grande, con poco estilo y mucho maquillaje, que le transmitía la calidez del hogar que dejó a sus dieciocho años para estudiar en la patria de los rascacielos.

—No sé qué hacer —sollozó.

—Y eso está bien, cariño. Está bien no tener ni idea de nada.

Peinándole el cabello, su madre la ayudó a sentarse a la orilla del colchón y esperó a su lado a que Tamara se abriera.

—Aaron le sacó una foto a esa modelo en lencería, de rodillas, en una cama, en un hotel, y sin motivos. Luego resultó que estaba borracha y...

—El mundo de la moda vive de los rumores, del marketing, de noticias falsas y de basura. Aaron nunca me pareció...

—¿Con cuántas más ha estado durante sus viajes? ¿Por qué me hace esto, mamá?

—¿Le has preguntado?

Tamara se calló. Tenía la boca seca.

—No me digas que hay otro.

Tamara se apartó un tirabuzón deshecho de la frente. Su madre suspiró y negó con resignación.

—No, hija. Aclara las cosas con Aaron, no le hables si no quieres, mándalo a volar si hace falta... pero entérate de lo que ha pasado y luego agarra por los pelos a la frescona esa. Rehaz tu vida con quién quieras, pero no por desesperación. Porque ese otro chico tiene sentimientos y no está bien utilizarlos, ¿me entiendes?

No podía entenderlo mejor.

𝟑𝟎 𝐝í𝐚𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐫𝐞𝐞𝐧𝐚𝐦𝐨𝐫𝐚𝐫𝐭𝐞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora