17. Nuestra cena

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Tamara tamborileaba los dedos sobre el volante de su auto plateado. Eran las siete y veinticinco de la tarde, pero entraría al restaurante diez minutos tarde.

Aaron Cowen la había citado en Brötchen Bread, donde hicieron oficial su relación.

No sabía cómo él se había acordado, así que sospechaba que alguien le estaba ayudando, aunque se dijo que era imposible que Jessica se involucrase en asuntos parecidos.

Se había colocado un vestido ajustado negro y la chaqueta blanca con los tacones. Al final sacó su móvil, abrió la cámara frontal y se repasó los labios antes de bajarse. Había distinguido el coche de Aaron al final de la calle paralela, así que decidió no hacerse más de esperar.

Lo encontró haciendo cola, con el móvil en la mano preparado para llamarla, y le dedicó una suave sonrisa cuando la vio. Iba de camisa blanca, como solía presentarse en la compañía, y sudaba más que un testigo falso.

—¿Quieres elegir mesa?

Tamara dejó su bolso en una de las mesas de ébano a un lado del mostrador, con el corazón en la garganta, y se acercó a decirle que tan solo pediría una ensalada. No se sentía en estado de digerir grandes noticias.

Aaron tardó un rato en hablar. Al principio ella solo removió los picatostes entre las hojas verdes y violáceas, sin querer probar el vino ni respirar, hasta que Aaron la miró y le dijo que no pensaba hacerle perder el tiempo.

—No quiero decírtelo. No es el momento y no quiero estropear lo nuestro...

—¿Más de lo que ya está?

Aaron suspiró. Apartó el plato y se echó contra el asiento.

—Hace dos meses se me ocurrió algo —confesó—. Estaba seguro de que te encantaría, pero necesitaba planearlo sin dejar pistas y tú eres una espía fantástica, así que me alejé. Demasiado. Y lo arruiné. Se te metieron cosas a la cabeza y no...

—¿Qué se te ocurrió?

Aaron se detuvo. Hundió la mano en su bolsillo y sacó una cajita que abrió y le colocó delante del plato.

—Casarme contigo.

El corazón de Tamara se salió de control. Pese a estar sentada, le temblaban las rodillas tanto que chocaban una contra la otra y, cuando subió los ojos desde el precioso anillo de oro hasta los de Aaron, se dio cuenta de que estaba congelada.

De pronto su móvil vibró sobre la mesa. Vio el nombre de Garreth Ollard iluminarse bajo la hora. Eran las ocho y cinco, y le estaba preguntando si saldría con Jessica y las chicas esa noche.

Aaron observaba la pantalla también, incapaz de leer el mensaje.

—¿Quién es?

Tamara suspiró.

—Yo... estoy conociendo a alguien más.

Aaron la miró inexpresivo, con las manos aún sobre el regazo, y Tamara casi pudo ver sus ojos inundarse de tristeza. Tardó unos cuantos segundos en asentir lentamente.

—Pues... suerte.

De pronto Aaron se levantó y se marchó.

Tamara fue incapaz de reaccionar. Sintió que el corazón se le detenía durante una milésima de segundo; las lágrimas lucharon por brotar de sus ojos y ella las retuvo a la fuerza. Miró el anillo ante ella, con el pequeño diamante lanzando destellos, y se le emborronó la vista. Se tapó la cara con las manos, temblando cual hoja. Quería seguir a Aaron y rogarle que se quedara, pero el cerebro le recordaba que había un chico al otro lado del teléfono.

Se echó a llorar.

Garreth Ollard no era su tipo, pero todavía no la había engañado. Quizá debía darle una oportunidad, adaptarse a algo nuevo, olvidar al que la traicionó con alguien totalmente diferente. Así que con la cara embadurnada de lágrimas contestó que lo encontraría en cualquier discoteca que le dijese. Le hacía falta.

No entendía a Aaron ni lo que cruzaba su cabeza, pero él, en ese momento, no pudo evitar sentir que la había perdido por completo. Por más que se esforzara, no conseguía recuperar la confianza de Tamara. Había sido lo suficientemente rápida como para buscarse a otro antes de que él tuviera la oportunidad de explicarle nada.

Llegó a casa furioso, tras azotar las puertas del coche, e impidió que Gedeon se le acercara ladrando. Lanzó enojado la chaqueta sobre el sofá en la sala, agarró el vaso ya preparado con su fuerte bebida y se lo tragó sin respirar.

Era el culpable de los malentendidos, de callarse y de dejarla irse. Entonces se arrepintió de haber salido tan precipitadamente del local sin pagar.

Ella no lo iba a perdonar.

Otro vaso siguió, y un tercero, y cuando se dispuso a llenar el cuarto, acabó arrojando la botella de licor al otro lado de la mesa.

Se estrelló contra el suelo estrepitosamente, saltando en mil pedacitos de cristal que espantaron a Gedeon y obligaron a Aaron a cubrirse con los brazos.

No era un alcohólico para ahogar sus penas, pero ahí estaba, atragantándose con sus propias lágrimas en el sofá, en total penumbra y mareado por el olor a whisky. No sintió a Gedeon dar vueltas alrededor, intentando lamerle la cara.

Sollozaba mientras se quitaba el agua de la cara con las manos y a pestañeos rehacía las nubes en sus ojos.

No quería perderla.

Le quedaban aún catorce días. Pero ya la había perdido.

𝟑𝟎 𝐝í𝐚𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐫𝐞𝐞𝐧𝐚𝐦𝐨𝐫𝐚𝐫𝐭𝐞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora