21. Estrellas en las lágrimas

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Tomaron la I-94 East en Niles Township desde la calle Dempster con estática de Randy Travis en la radio. Eran las nueve y media, y el cielo había adoptado aquel azul oscuro que acentuaba las estrellas. La música se había apoderado del silencio entre ellos. Él mantenía los ojos fijos en la carretera, conduciendo a la máxima velocidad permitida, mientras que ella se dejaba mecer por la vibración de la ventanilla.

Abandonaron la ciudad en dirección a Evanston y la muchacha sintió el frío filtrarse por las rendijas. Aaron encendió la calefacción.

—Gracias, Aaron.

Aaron sonrió al echarse el cabello atrás.

—Sé que te gusta el campo. Lo dijiste mil veces cuando viajamos a Lake City el año pasado, ¿te acuerdas?

—La policía nos paró —se rio ella—. Te saltaste el límite.

—Necesitábamos una gasolinera, estabas vomitando en mi coche.

—Lo siento, tenía gastritis.

Aaron la miró de reojo y, cuando vio sus ojos sin perfilar, con los colores de la noche reflejados en sus pupilas y el cabello hecho una maraña seca, se ablandó.

—No fue tu culpa, mi amor —dijo al fin—. Perdí los nervios, me gané una multa, me enojé por unos sillones de cuero a dos días de conocer a tu madre... Qué estúpido.

—Aaron. —Por fin volvió la cabeza Tamara hacia él—. Quizá yo hablo demasiado. No eres estúpido, solo... ¡Para el auto!

Aaron redujo la velocidad de repente, sin saber a qué se refería, pues alrededor no había más que tinieblas y maleza.

—¿Aquí?

—¿No ves Pegaso? ¡Es precioso!

En cuanto él se pegó a un lado de la autopista, ella abrió la puerta y brincó al campo. Se adentró en la maleza, ignorando el frío, con la vista clavada en el profundo cielo negro. Oyó el motor apagarse, un portazo tras ella y el crujido de ramas y hierbas bajo los pies. El cálido cuerpo de Aaron Cowen se detuvo a su lado.

—Tú eres preciosa.

Tamara lo miró. Él, con su cabello castaño corto y revuelto por el viento, los ojos celestes y la mandíbula suavemente redondeada, podía desarmarla con una mirada.

Aaron alzó el brazo y Tamara se acurrucó bajo él, junto a su torso.

Diez minutos después, estaban sentados en la hierba húmeda, golpeados por el viento y las bajas temperaturas, oyendo el coro de grillos en algún sitio a la redonda y los autos atravesar la autopista.

Aaron le rodeaba todavía la espalda y ella se había recostado sobre su pecho.

—Deberías haberme dicho que te gustaban las estrellas —murmuró él. Odiaba sonar ronco, pero su garganta no resistía el frío—. Habríamos hecho esto antes.

—A ti no te gusta el campo.

La voz de Tamara se había cargado de tristeza y él, al notarlo, apretó la mandíbula.

—Me gusta que tú seas feliz.

Tamara giró el rostro hacia Aaron.

—Eso era antes.

Iba a llorar. Aaron la quiso tomar por la mejilla pero, para su sorpresa, ella se dejó caer hasta chocar la frente contra su hombro. Y se le volcó el corazón.

—Tamara, mi amor, yo... No valgo para expresarme, ya lo sabes. Pero eres todo para mí. Tu foto en la billetera no consuela mucho.

Tamara se rio débilmente. Aaron sintió el calor atravesar su camisa, así que supuso que la nariz de Tamara estaría goteando. O sus ojos. Introdujo los dedos en el cabello de Tamara, como solía hacer antes, y delicadamente enderezó su cabeza.

—Te amo, Tammy —le dijo, limpiándole la cara—. Podemos hablarlo: los últimos meses, la dichosa foto, lo que sea... Pero necesito que confíes en mí.

Tamara se agarró a las mangas del chaquetón de Aaron y se humedeció la boca roja que él no dejaba de mirar. Casi sintió sus corazones sincronizarse.

Entonces él posó la frente contra la suya y descargó su aliento sobre ella.

Le temblaban los labios, ella cerró los ojos.

Lo sintió respirar.

Un teléfono interrumpió.

Aaron se apartó de ella rápidamente para sacarlo de su jean y descubrir de qué se trataba. La alarma de las once menos cuarto, recordándole que al día siguiente era viernes y tenía que trabajar. Mantuvo la vista clavada en la pantalla y Tamara tragó fuerte.

—¿Quién es? ¿Stephanie?

Otra vez la rabia, el orgullo herido, la traición. Aaron Cowen alzó la cabeza.

—No... El trabajo.

Los ojos de Tamara relampaguearon.

—Deja de jugar conmigo.

Se puso de pie enojada y caminó de vuelta al coche. Había tenido suficiente. En ese momento Aaron reaccionó y se levantó gritando su nombre.

—¡Tengo que explicártelo, mi amor, lo de Stephanie no fue como crees! ¡Ella y yo...!

—¡Siempre haces lo mismo! —exclamó ella, furiosa—. ¡Dices que te quieres casar conmigo, me das migajas haciéndome creer que es el pastel entero y luego me lo quitas de golpe! ¿Por qué juegas conmigo de esta manera? ¡No tienes corazón!

—¡Jamás jugaría contigo, mi amor! —Aaron también dio la vuelta al coche, abrió la puerta y se dejó caer en el asiento de conductor—. Súbete, que te llevo a casa. No te dejaré tirada en plena carretera a esta hora.

—¡No! ¡No quiero volver a verte en mi vida, así que ve a ocuparte de tus asuntos! —Las pupilas de Tamara echaban chispas—. Seguro que a Jessica no le importa perder unas horas de sueño por su amiga.

Tamara sacó su teléfono y marcó el número de Jessica Gardner, alejándose por la carretera. No se metería al coche de Aaron porque era capaz de echar el seguro.

Llorando le explicó a Jessica la salida que habían tomado para que, casi quince minutos después, apareciera el coche negro de su amiga con estruendosos pitidos y luces intermitentes.

Entonces Aaron se fue. Tamara nunca sabría cuántas lágrimas derramaría él sobre el volante.

𝟑𝟎 𝐝í𝐚𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐫𝐞𝐞𝐧𝐚𝐦𝐨𝐫𝐚𝐫𝐭𝐞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora