2. Día uno

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Aaron Cowen parecía determinado cuando entró corriendo a las torres Aphrodite el viernes y estampó el ramo sobre el mostrador. Jessica Gardner lo miró sin sobresaltarse.

Alto, castaño, de ojos azules como su madre, Aaron Cowen, a sus treinta años, era editor en jefe de la revista Aphrodite de la agencia.

Llegaba tarde, como siempre, con la camisa a rayas celestes y blancas mal puesta, y la bandolera cruzada sobre el pecho.

—Tamara no está.

Jessica lo observaba a través de las lentillas azules, perfectamente derecha, en su traje gris de chaqueta y recogido rubio.

Él, todavía recuperando el aliento, se apartó el cabello húmedo de la frente.

—Dile que esto es para ella.

Veinticuatro rosas rojas. No recordaba haber comprado tantas flores ni siquiera para su madre, así que era un buen comienzo. Jessica parpadeó inexpresiva.

—¿Sabías que Hinault se operó el busto en 2012?

Antes de entender a qué se refería, Aaron se sacó el celular del bolsillo. Había vibrado con el correo número trescientos diecinueve. Lo esperaban en la sesión fotográfica de esa mañana desde hacía veinte minutos.

Salió disparado por el pasillo a la izquierda del mostrador. La bandolera pesaba, los papeles se salían de ella y, como de costumbre, los ascensores estaban atestados. Subió a pie hasta la octava planta.

Y se acordó de Angélica Lemoine, la directora de Aphrodite, que el primer día advirtió que no soportaba los amoríos entre compañeros. Pero cuando Tamara Masson apareció con cara de espanto y un currículum ridículo, a Aaron le fue imposible no arriesgarse.

Atravesó a todo correr el pasillo de cristal, alcanzó la puerta de "Solo personal autorizado" y se precipitó al interior.

El set estaba a oscuras, pues el foco de luz se ubicaba sobre la plataforma. A un lado, en torno a la mesa alargada, los fotógrafos y coordinadores, Angélica Lemoine, las estilistas y las modelos discutían las fotos. Y cuando el apurado editor se acercó, chocó contra un torso de mármol.

—¡Cuidado, hermano!

Rob Winters, entrenador personal de la agencia, de piel oscura y metro noventa, que rara vez abandonaba su gimnasio al final de South Michigan Avenue. Esta vez traía una musculosa roja y los shorts deportivos con el logo de la marca patrocinada.

—¿Y esa cara? Son las once de la mañana, deberías estar despierto ya.

Probó su batido verde, mirándolo sin pestañear, y Aaron resopló.

—¿Tú crees que puedo dormir sabiendo que mi novia me va a dejar?

—Ya te dejó, hermano, y si te miras al espejo, sabrás por qué. Agradece que Aphrodite no dependa de tu aspecto. —Le palmeó el hombro y lo esquivó—. Ocho horas de sueño te vendrían espectaculares. Considéralo.

Al lado de Rob Winters, Aaron Cowen era un suricato escuálido, ojeroso y pálido; y daba igual cuántos consejos le diera su amigo: nunca los seguía.

Había desayunado una Diet Coke en el coche, camino a las torres, y, para cuando daban las doce y el equipo sacaba sus almuerzos, él continuaba retocando los titulares de la revista. Nadie los editaba como él quería. De pie ante su ordenador, en la luminosa sala de oficinas, recibió la onceava llamada del día.

Rob Winters.

—¿Y ahora qué? —soltó molesto.

—Con ese estrés, obvio no duermes. Vi a Tammy.

—¿Y?

—Lo destrozó, hermano.

Aaron salió echando chispas de las oficinas; bajó la escalerilla trasera hasta la planta baja, sorteó a los que trasladaban percheros y cajas, y atravesó el pasillo sin respirar. Casi se empotró contra Rob Winters, pero logró evitarlo y lanzarse al mostrador de recepción.

—¿Qué hiciste, mi amor?

Ni rastro de las rosas. Vio los pétalos hechos pedacitos por todas partes excepto en la papelera y supo que Tamara las había deshojado.

Jessica Gardner seguía tecleando. Tamara Masson, con los brazos cruzados sobre la chaqueta de cuero y camiseta dorada, dobló el cuello con aires de suficiencia.

—Creatividad cero —dijo sin expresión en sus ojos castaños.

Aaron parpadeó. Las gotas de sudor resbalaban brillantes desde su frente por la nariz hasta los labios, y ni siquiera rozaban los veintitrés grados.

—Me costaron cuarenta y nueve dólares con setenta.

Tamara se rio.

—Aaron, odio las rosas.

—¿Qué?

Eso era imposible. Todas las mujeres amaban las rosas.

—¿Tú quieres que me salgan ronchas?

—Pero... Son... rosas. Son las favoritas de... —La vio tomar su fiambrera y recordó el hambre que tenía— de todo el mundo.

—¿Acaso soy yo todo el mundo? —replicó ella—. Si me disculpas, quisiera disfrutar mis burritos mexicanos sin tu cara sudada delante.

Aaron se apartó lentamente del mostrador y volvió derrotado al pasillo.

Rob seguía allí, con su móvil y un batido de zanahoria, como si no lo sintiera acercarse. Hasta que Aaron se paró y no le quedó más remedio que alzar la vista.

En los ojos azules del joven se leía cansancio, decepción y ganas de desaparecer de la faz de la tierra.

—¡Tú dijiste que las rosas eran románticas! ¡Explícaselo a mi novia, que le da alergia verlas! ¿Cómo iba yo a adivinarlo?

—¿No salisteis dos años?

—Tengo mil cosas en la cabeza, ¿en serio debo recordar esa estupidez? ¡Las rosas son un clásico! Pero ella no es clásica —remarcó con rabia—. Me lo está poniendo difícil, la conozco...

—Si la conocieras, te habrías acordado.

—La culpa es tuya, que me aconsejaste —repuso Aaron—. Por eso no te hago caso nunca.

—Y por tu carácter —replicó su amigo— me pregunto qué vio esa chica en ti.

Aaron se giró y apretó los labios.

—Yo me pregunto qué no vio.

𝟑𝟎 𝐝í𝐚𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐫𝐞𝐞𝐧𝐚𝐦𝐨𝐫𝐚𝐫𝐭𝐞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora