29. Día treinta. FINAL

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La inmensa sala del aeropuerto se desplegaba ante ella luminosa y fría el quince de octubre. Era el último día y Aaron Cowen no había devuelto ninguna de las llamadas de Tamara Masson, que corría a la máxima velocidad que le permitían los tacones negro de cuña.

El gran aeropuerto tenía gigantescas cristaleras en las paredes, monumentos metálicos que sostenían el techo y butacas repartidas a ambos lados de los locales de comida, perfumería y servicios.

Tamara se ajustó el bolso añil al hombro, tratando de disimular los escandalosos taconazos contra el suelo pulido, y no tardó en encontrar los paneles que mostraban la información de destino.

Milán, Italia.

Salida: 9:15 a.m.

Estado: en hora.

El pecho de Tamara subía y bajaba agitado, incapaz de recuperar el aliento, y giró la cabeza para encontrar la puerta por la que despegaría el avión. Entonces vio los asientos de metal al fondo, al grupo de modelos masculinos riendo estruendosamente y a Garreth Ollard corriendo detrás de alguno para azotarle con la bolsa deportiva.

Y a Aaron Cowen, a un extremo del banco, con los antebrazos sobre las rodillas y el móvil en las manos.

Echó a correr.

El sonido de sus tacones lo hicieron levantar la cabeza. Y el cuerpo.

—Mi amor, ¿qué...?

Tamara lo agarró del cuello y sin pensarlo dos veces estampó su boca contra la de Aaron, que cerró los ojos por inercia. Lo había sobresaltado tanto que sus manos no reaccionaron a tiempo.

Él había extrañado demasiado el sabor a café negro de sus labios.

Los modelos se quedaron quietos. Angélica Lemoine los miró de soslayo sobre la revista.

A Tamara le faltaba el aire. Respiraba violentamente contra el rostro de Aaron, pero a él no le importaba. Su chico le abrazó la cintura con ambas manos, ladeó la cabeza y apretó aún más su boca.

La necesitaba. Como al agua.

—Mi amor, te...

—Yo también te amo, Aaron. Nunca podría dejar de amarte.

Tamara se había separado por falta de oxígeno y por los catorce pares de ojos sobre ellos. Se limpió la boca temblando.

Aaron la analizó de arriba abajo con los ojos azules.

—¿Has venido solo a despedirte con tus besos perfectos?

Los ojos oscuros de Tamara observaron los labios sonrojados que Aaron, la frente bañada en sudor como si no estuvieran a siete grados y el cabello castaño claro resplandeciente por la luz.

—¿Despedirme? Traje mi pasaporte.

Aaron hundió la mano en el bolsillo del jean y sacó el suyo, donde guardaba los billetes de avión y un sobre.

—Te saqué billete —admitió—. Pensaba dártelo el día de tu cumpleaños, pero lo estropeé, como siempre, y al final...

Tamara apartó el sobre de un manotazo y volvió a pegar sus labios contra los de Aaron, que esta vez se relajó. Sus bocas encajaban perfectamente, aunque ella se empeñase en girar la cabeza para sentir el calor que emanaba de él.

Aaron la atrajo más a su cuerpo y se dejó morder el labio inferior suavemente. A Tamara le encantaba ese tipo de cosas. Los dedos de la chica se aferraron al cabello de él, pero Aaron no se atrevía a meter la mano por debajo de su abrigo gris y suéter.

No delante de doce modelos, dos productores, un intérprete, el ayudante, el fotógrafo, la directora Angélica Lemoine, los guardias de seguridad y la abuela de alguno.

—Mi amor...

—No me llames así con esa voz.

Tamara, apoyada en su pecho, se alejó unos centímetros para respirar y clavar los ojos brillantes en los de Aaron. Luego introdujo la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó la cajita de terciopelo.

—Quiero pedirte algo.

—Ni hablar, te lo pido yo.

—Calla, tú ya me pediste treinta días.

Aaron trató de quitarle la caja de las manos, pero Tamara se echó atrás lo suficiente como para extender los brazos y ofrecérsela.

—¿Quiere casarse conmigo, señor Cowen?

—Venga aquí, Tamara Alison Masson. Eso ni se pregunta.

La agarró de la muñeca y de un tirón la acercó a sí. Entonces pudo arrebatarle la caja, sacar el precioso anillo de oro y colocárselo en el anular izquierdo.

—Es un sí. Hasta Gedeon lo diría por mí.

Al sonreír, los ojos de Aaron lanzaron un destello que la derritió. Si de algo estuvo segura en ese momento, fue de que Aaron Cowen era tan fiel como su perro Gedeon. Que por cierto estaba con Rob. Ella adoraba a Gedeon.

—Pero lo de mi madre...

—A la suegrita hay que cuidarla, mi amor.

—Te debo una.

—Me debes treinta, pero ya te cobraré en el hotel. Esta vez no te me escapas.

Atrapó entre sus labios los de Tamara una vez más, inclinándose mientras sujetaba sus muñecas, y ella no opuso resistencia. Después de treinta días sin intercambiar saliva, había olvidado lo adictivo que era Aaron Cowen.

Entonces retumbó una voz femenina por megafonía:

"Pasajeros del vuelo con destino Milán. La primera clase puede abordar."

F I N

𝟑𝟎 𝐝í𝐚𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐫𝐞𝐞𝐧𝐚𝐦𝐨𝐫𝐚𝐫𝐭𝐞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora