Aaron Cowen, editor para una agencia de modelaje, acaba de arruinar una relación de dos años por una polémica foto filtrada y todo Chicago ha puesto sus ojos en él, en su ex y en la presunta amante.
Tamara Mason está destrozada y no quiere saber nad...
Su madre, su hermana de quince años, su hermano de diez y su tía Amelia le habían felicitado los veintinueve años desde Pennsylvania, pero Tamara Masson no podía sonreír. No había vuelto a conversar con Garreth Ollard, aunque en parte sentía que le debía una disculpa por el brusco rechazo del sábado.
Ese jueves llegó a recepción antes que Jessica, para variar.
La vio entrar, con gafas rectangulares y una sonrisa de brillo labial, chaqueta y falda rosa pastel, y la coleta alta en que recogía su cabellera rubia ondulada. Tamara le sonrió débilmente, consciente de que le cantaría el desafinado "feliz cumpleaños" de todos los años y la invitaría a café solo y al pastel de fresa de Starbucks que ella lo detestaba.
—Hola, ¿cómo estás?
Jessica no dejaba de sonreír y Tamara, que la analizó extrañada de arriba abajo dos veces, se dio cuenta de que la delantera de la blusa estaba más abultada de lo normal.
—¿Es relleno? —preguntó en voz baja.
La otra soltó una risa floja.
—¿De qué hablas?
—¿Implantes?
—Tamara, este pecho es mío —replicó, y el tono de su voz la delató.
Tamara alzó las cejas, fingiendo no haberse dado cuenta.
Conocía a Janis Gardner, Stone desde que se casó, hermana gemela de Jessica, que había ganado peso después de dos embarazos y siete años de matrimonio. Sería idéntica a su hermana, pero la voz era diferente.
Jessica no iría a trabajar, por lo que había enviado a su hermana a suplantarla. Lo había hecho un par de veces antes, en especial cuando terminó con Carl y le atacó la depresión, pero en ese momento Tamara no supo qué tramaba.
Tamara volvió a la lista de teléfonos de los clientes a los que debía llamar y la hermana de Jessica, que tardó un par de minutos en encender el ordenador y abrir su archivador, trató de actuar natural.
—¿Qué haces hoy?
Tamara suspiró.
—Nada. Iré a comprar café y arroz y... Veré lo que sea que estén echando ahora en Netflix.
—¿No vas a festejar?
—No hay nada que festejar.
—¿Sigues teniendo a Aaron bloqueado?
Tamara se detuvo en seco.
El anillo, la cena, la boda. Sueños rotos.
Entonces lo entendió. Jessica planeaba algo y había enviado a su hermana gemela a explorar. No fue capaz de imaginarse qué pretendía, de manera que fingió no haber sentido la aguja penetrarle el alma.
—No. Y no quiero hablar del tema.
Decidido: llamaría a Jessica en cuanto saliera del trabajo.
A las cinco abandonó las oficinas, hizo la compra y regresó a casa en el coche plata, sin tarta ni más fiesta que las canciones eternas de su familia en altavoz, y se descalzó en cuanto pisó su departamento.
A las seis menos veinte se duchó.
Entró a la cocina con el cabello mojado y una gran camiseta de lunares puesta. A pesar de que intentó comer, acabó dejando la ensalada a la mitad y metiéndose en Twitter para saber qué era lo último que se decía sobre la foto de Stephanie Hinault.
El mundo de la moda parecía haber olvidado el asunto, porque nuevos rumores habían surgido en torno a otra modelo aparentemente drogadicta.
Abrió entonces iMessages para releer la conversación con Aaron Cowen. Había borrado todos los mensajes anteriores, así que tan solo quedaba la canción. El agua se congeló en sus lacrimales.
El timbre había resonado por todo el apartamento.
Hizo el móvil a un lado, corrió a la entrada y se pegó el teléfono al oído tan pronto como pudo.
—¿Sí?
—Feliz cumpleaños, mi amor.
Los pulmones de Tamara se dilataron, relajados. Quiso llorar otra vez. Aquella voz que la confundía a la vez que la atrapaba era la que necesitaba oír desde hacía tres días.
—Aaron...
—Déjame subir, por favor.
Tamara presionó el botón y abrió el portal. Se metió corriendo a su cuarto, quitándose la camiseta por el camino, y agarró unos jeans cortos limpios y la sudadera negra que había sobre la cama.
Se quitó el anillo de oro que no quería que él viera que llevaba puesto; de regreso a la puerta, recibió descalza a un Aaron que salía del ascensor en camisa de cuadros, jeans y el chaquetón azul eléctrico que tantas veces le había prestado.
—Lo siento —le dijo suavemente, por primera vez en veintiún días, a los ojos y con las manos en los bolsillos—. Fui un cobarde al irme así el otro día y dejarte sola. No me comporté.
Tamara separó los labios, aunque se le atascaron las palabras. Aquella barbilla con la sombra de las cinco de la tarde la distraía.
Él se mordió los labios y tomó aire.
—Quería saber... si te gustaría dar una vuelta. Ya sabes, es tu cumpleaños y hace una noche preciosa. Tenemos coche, música y una autopista muy larga por la que perdernos. Sin doble significado, lo juro.
Tamara sonrió sin querer.
—Me encantaría.
*** Saluden a su Tammy:)
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