Capítulo XI

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Mientras eso sucedía en la casa de los Ferreira, Cinthia llegaba a su casa en medio de un torrencial aguacero. Desde la puertecilla ahumada se oían los suspiros y sollozos del viento penetrando en forma de ráfagas a través de los vidrios hendidos de una ventana. La mujer de ropas empapadas entró a su pieza y se desvistió para tomar una ducha caliente. Es cierto que en el cuerpo de la joven se resistían mapas oscuros ocasionados por la viruela, pero su cuerpo estaba perfectamente conservado por los vigorosos rayos de la juventud, que ningún hombre en el ardor de sus miembros y con el juicio obnubilado podría resistirse. Pero ¿de qué le sirve a una mujer tener tantos pretendientes si todos tienen la mentalidad de cogérsela y no de quererla? Cinthia aún no tenía los atributos necesarios para ser pretendida como las demás, era como una flor en otoño esperando la primavera. Tendrían que pasar muchos años, antes de que Tulio se enamorase de ella. ¡Sí! No sabemos cómo aconteció pero el tiempo siempre se las ingenia para hacer de nuestros caminos huellas sin rumbo y de nuestras esperanzas una cámara desenfocada de incertidumbres.

Todavía se encontraba en el baño, cuando dos toques se oyeron en la puerta. El trajín de los objetos movidos por la tempestad se habían desvanecido en un silencio hostíl. Cinthia se enrrolló rápidamente una toalla en el torso y salió silenciosamente al pasillo. Sintió angustia y temor. Por una extraña razón se acordó de Joaquín y de las palabras de la vieja espiritista: «la puerta de su casa le conducirá al vacío de tu corazón». Caminaba a paso lento y firme; aunque se sintiera quebrantada no le hacía falta su presencia de espíritu. A lo mejor, aquella angustia sólo sería una emoción personalizada, instalada en la conciencia de cualquiera que intenta relacionar sus ilusiones con los eventos desconocidos. Miró a través de la ventana y una mujer encorvaba en la puerta introducía algo envuelto en una bolsa negra. En cuanto aquello atravesó la entrada, la mujer se marchó, confundiéndose entre las sombras monstruosas del exterior. En aquella bolsa se hallaba dentro un sobre abierto sin remitente. Sacó la carta y examinó largamente la letra de su contenido. Pareció reconocer los caracteres trazados por una mano querida...

«Te espero esta noche en la plaza. Estaré sólo.»

La mujer no se pagó de falsas ilusiones. Fue a su pieza y buscó entre una caja de zapatos, la carta que le envió Joaquín antes de verla por segunda vez. La letra era muy parecida pero no igual, además la carta anónima estaba húmeda por retazos por lo que la tinta corrida impedía establecer algunas semejanzas definitivas. El trazo de la letra "e" conservaba diferencias inconfundibles, junto con el error ortográfico en la palabra "solo" falseaban su hipótesis. Que las personas cometan ese error prescindiendo de la tilde cuando lo es necesario, es aceptable; la mayoría de éstas prefiere no emplear las tildes por temor a no saber usarlas o porque el afán les impide colocarlas. Pero el detalle de usarlas cuando no es debido, es una ineludible característica de alguien que no se corresponde con Joaquín, dados sus estudios como profesor de lingüística.

La carta temblaba entre sus dedos, presa de una horrible vacilación.

- ¿Y si es él? – se repetía indiferente a la lógica de los hechos, creyendo seriamente en la posibilidad de volver a verle.

Pero no. Joaquín no sabía dónde vivía ella. ¿Cómo podría saberlo? – se decía –. En tal caso, ¿por qué la buscaría precisamente a ella? Tenía a su disposición mujeres mucho más hermosas. ¿Acaso se había hastiado del mundo de las apariencias? Pero Joaquín no era de esos hombres que van detrás de una mujer... Alguna razón tendría que haber para tener que buscarla. ¿Se habrá enterado de su embarazo? – No, no lo creo – se decía la mujer. Probablemente quiere pedirme perdón. ¡Sí! Aunque tarde reconoce que fue muy severo conmigo.

A medida que se esforzaba por perseguir el rumbo de tales reflexiones daba por sentado las verdades convenientes y necesarias sin tener que recurrir a las mínimas posibilidades del fracaso y a todo aquello que pueda configurarle la realidad de otra manera. Aún restaba la posibilidad de que aquella carta fuera para Alejandra, pero a estos retorcidos niveles de la instrospección ¿A quién le importaba esta contingencia? Todos sus pensamientos convergían ahora alrededor de una misma cuestión: ¿Cómo iré vestida? Tan pronto como examinó en su maleta la precariedad de sus ropas, tuvo la brillante idea de esculcar el closet de Alejandra. En él encontró un vestido negro que le alcanzaba las rodillas con tupidos pliegues que se desprendían de un cinturón de canotillos plateados. Le llamó la atención la gran variedad de pelucas colgadas al fondo del armario; se inclinó por una cabellera negra y corta. Halló zapatos, accesorios y toda una serie de cosméticos que le ayudarían a suavizar los oscuros continentes de la piel. Cuando se miró en el espejo, una ciega vanidad se posó en su mirada. Se echó a reír y un instante después despertó hacia atrás, recorriendo el camino inverso de los días prósperos en los que ningún hombre podía resistirse a mirarla.

Te perdono.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora