Capítulo VII

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¿Quién podría asegurarnos que la justicia de los hombres siempre tiene que ver con la verdad? Eso mismo se encargó Isaac Blanquicet de probar, de tomar por verdad aquella aproximación de la realidad, retorciéndola hasta abrir en el sofocado entendimiento de los jueces, un escenario posible para su comprobación. Afortunadamente, sus investigaciones probaron la complicidad de Alejandra en la muerte de Frank Caraballo y demostró la repulsiva verdad que haría que la balanza se inclinara torpemente a su lado. Pero ¿qué razones la condujeron a convertirse en una homicida? Ciertamente, la más absoluta de las justicias acaba por ser la más grande de las injusticias.

- Pensé que este momento nunca llegaría Señora Ferreira – pensaba en voz alta el detective, con una expresión satisfactoria en su cara.

Alejandra miró por la ventana y vio el grupo de tres hombres aproximarse a la puerta. La sirena silenciosa de una patrulla estacionada alumbraba intermitente los ventrículos oscuros de la salita, como largas franjas de azul turquesa que se sucedían. Cuando sonó el timbre, pasó su mano por la frente y corrió presurosa, vistiéndose con más esmero que de costumbre, escuchando displicentemente el ruido metálico y consecutivo del timbre traducido en su expiación. Se colocó el mejor vestido, se maquilló minuciosamente los labios, se cambió de pendientes varias veces y se colocó un rosario de plata y zafiros que Tulio le había obsequiado.

Los hombres empezaron a derribar la puerta, hasta que Tulio se despertó:

- ¡Quién carajos toca así la puerta! – exclamó aturdido.

Alejandra, que todavía yacía en el tocador, empuñó el crucifijo de plata, manchado de besos y viejas plegarias. La mujer se levantó impasible y exclamó:

- ¡Yo abro!

Afuera en la terraza, lágrimas de granito lloraban los ángeles infantiles incrustados en la pared, lánguidos en su destierro sin sol, contrariamente eufóricos. Los hombres, yendo por el tercer intento, se detuvieron antes que la puerta desvencijada se abriera. Del otro lado de la puerta, un aroma de mujer envenenado envolvió a los hombres sofocados. ¡Estaba tan insoportablemente bella! Los ojos de Blanquicet resbalaron distraídamente sobre ella, logrando que el hombre de deber que pensó que era fuera simplemente un hombre.

La mujer, les extendió la mano hacia dentro, invitándolos a entrar. Cuando penetraron la salita, los hombres vagaron su mirada por el vestíbulo, fingiendo acaso alguna aprobación de ideas... Uno de ellos, tenía un aspecto de holgazán, descuidado en el vestir, con una barba cuadrada y espesa de un recalcitrante olor a tabaco quemado. El otro, era un hombrecillo de patillas rojizas, de expresión serena, más cercana a la inocencia que a la bondad. Isaac, en cambio, a pesar de su inmensa sabiduría y temperamento lleno de exabruptos, tenía un peso humano, un ánima propia de los hombres enredados en los complejos problemas de la vida. Sacó un sobre de su gabán y se lo entregó a Alejandra. La mujer lo leyó distraída, sin entretenerse en los detalles. Lo volvió a leer instantáneamente, y un suspiro de alivio dejaron escapar sus labios, volviendo de nuevo el color natural de sus mejillas.

- ¿Entiende usted que está a disposición de la justicia? Todo lo que haga o diga puede ser tomado en su contra. Por supuesto, inútilmente, el Estado le proporcionará un abogado en caso de necesitar uno – dijo Isaac, como un credo maquinal con sabor a victoria.

El más chato de los hombres, le colocó las esposas sin que ella opusiera resistencia. Había en ella un silencio psicológico que la sosegaba. Isaac, de habitual mirada asiática, pareció ver en aquella tensa calma el otro lado de las cosas:

- Eres como un niño quemado que le gusta el fuego – le dijo el detective, mientras encendía un cigarro, escondiendo entre sus manos una llama débil.

Te perdono.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora