Transcurrían aquellos días de otoño, entre una grosera atmósfera de solemnidad alborotada. Ya habían pasado algunas semanas desde aquella noche. Los preparativos de la boda se desarrollaban ansiosamente, despreocupados por la forma y entregados a los instrumentos sencillos del menos es más para efectos prácticos.
El hechizo parecía romperse entre los enamorados, se les veía presos en una lejanía menor que los distanciaba de las ilusiones juveniles y los aterrizaban bruscamente a las minúsculas decepciones del otro, como si en la convivencia se empeñaran en mortalizar las caracteristicas sublimes y se olvidaran de los atributos extraordinarios que los enamoraron. En su lugar, sucedían menores desaveniencias y éstas las potencializaban como crímenes que no podían soportar, o bien porque se habían vuelto caprichosos o porque el velo celestial de la novedad se les había caído, dejándolos examinar al otro por defecto. Faltaba a lo mejor, una entrevista de preguntas y respuestas previstas, de palabras amontonadas e imprecisas que en nada ayudarían a mejorar las cosas.
Por su lado, Andrés, quien mantuvo viva la minima posibilidad de no casarse, terminó por admitir el compromiso bajo una incertidumbre reposada. Le importaba mucho la decepción que podría formar en los demás y lo que dirían de él luego de haber defendido anticipadamente un amor que los días supieron descomponer en capricho. Además consideraba el respeto de la palabra como un capital que no podía dilapidar.
El cielo enrojecía sobre los techos y, con la tarde que caía, los objetos se animaron de una característica indescifrable pero memorable para el personal que transcurría por esos días; era, ciertamente, una suerte de hipocondría insoportable, suscitada por las reflexiones atravesadas y latosas que se agitaban sin poder encontrar el curso paralelo de los sentimientos definidos. Nuevamente damos cuenta de la independencia del corazón y la razón; uno lleno de sospechas improbables que nos desesperan pero al mismo tiempo nos ilusionan, y el otro lleno de frías y crueles certidumbres que nos privan de sufrir pero al mismo tiempo nos torna cobardes e indiferentes.
- ¡Andrés! – le gritó Alejandra, mientras corría hacia él. – Tenemos que hablar.
Andrés pareció ignorarla. En ese momento discutía acaloradamente con un obrero sobre la idoneidad de un arco de flores colocado en la entrada del escenario. El obrero le contestaba servilmente, argumentándole que el arco debía ser soportado por unas columnas ocultas para agregarle firmeza la estructura. Andrés le decía, casi a los gritos, que la misma estructura podía ser enterrada, prescindiendo del auxilio de una columna de concreto siempre y cuando en la base le diseñaran un armazón mucho más ancho y pesado.
- Con el debido respeto que usted se merece, permítame disentir. – le decía el hombre dignamente, sin quitarle la mirada – Hemos hecho el trabajo como usted lo indica varias veces en otras partes, y en cada ocasión acaba tumbado por la brisa.
- Estamos en otoño, señor. Las brisas son menores... - replicó Andrés.
- ¡Justamente eso es lo que me preocupa! No hay siquiera brisas y se caen solas, ¿se imagina que alguien la tropiece y le caiga a la novia? – dijo el obrero, con afectación. Algunas gotas de sudor le perlaban la frente, pero no las enjugaba.
- ¡Andrés! – intervino Alejandra, impaciente.
El novio hizo una seña con la mano, indicándole que se esperara, como si los detalles de la fiesta fueran todavía necesarios luego de lo que estaba a punto de escuchar.
- Usted no me venga con suposiciones ridículas. Yo le estoy pagando por un trabajo particular, a mi gusto. Si yo quiero el arco en la cabeza mía, ahí lo tiene que poner.
ESTÁS LEYENDO
Te perdono.
FanfictionNadie sabe lo que sucede cuando se opera un suicidio y las consecuencias futuras en quienes lo practiquen. ¿Sufren? ¿Dejan de ser? Clara, una médico psiquiatra, decide quitarse la vida arrojándose desde un balcón, sin saber que su suerte empeoraría...