Capítulo IX

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Desde su visita a la cárcel, Tulio vivió tiempos muy difíciles. Habia logrado la nulidad del matrimonio civil, dejándole a su paso un vacío que nadie era capaz de llenar. Aquél sentimiento de rabia y decepción que sintió por Alejandra, se fue descomponiendo en una frustración solitaria en el que los días eran más eternos de lo que parecían y los mismos se seguían silenciosos, cada vez más vanos y vacíos que casi podría caber en ellos su esperanza. El tiempo parecía arrastrarse con pies de plomo; un reloj de pared se había descompuesto por esos dias, y tal parálisis consumió toda la casa, en toda clase de miedos quietos y absurdos, relacionados con sus vagos presentimientos. Deliraba que unas sombras se desplazaban como águilas sobre su lecho mientras dormía, encogiéndose y girando sobre sí mismas, lanzándole toda clase de improperios. Con el tiempo, se sumergió en una horrible secuencia de dolores mentales sin remedio. La soledad le enterraba de vez en cuando su punzada en cierta fase de agonía, cuando su corazón no encontraba dónde dolerse y su razón no hacía más que entregarse al circulo vicioso del remordimiento:

- Clara... - decía, con los labios resecos, anhelantes, con la mirada perdida en un punto increíble del paisaje crepuscular de la ventana.

Un día se hallaba tendido en el diván, recostado sobre el lado derecho. De una célula a otra se arrastraba un sólo pensamiento y el salvaje deseo de quitarse la vida para volver a su lado. ¿Por qué no podría encontrar en la muerte el bálsamo de olvido que necesitaba para sosegar los gritos de su cerebro adolorido? - ¡No! – reaccionaba, sacudiendo la cabeza. Por un instante, le pareció transportarse al otro extremo de la habitación. Se contempló aniquilado por él mismo en todas sus resoluciones, ensimismado en lo ajeno de todas sus inquietudes que, de vez en cuando, encontraban sus respuestas en una voz paralela que hablaba por él a través de su pensamiento. Tal era su vista a partir de ahora, desde la fisura asolapada de aquellos que defectuosamente aprecian lo que les hace falta o ven con nostalgia a quienes verdaderamente extrañan... Lánguido y pusilánime, su vida parecía pender de un hilo, una degradación más habría acabado con él definitivamente. No precisaba morir... de hecho ya lo estaba por dentro. No le importaba tanto la muerte, en rigor... le interesaba la vida.

Volvió en sí, como si aquel fenómeno clarividente le hubiese estremecido finalmente. Sacó un cigarro ordinario, lo encendió y se acercó al retrato de ella, recientemente puesto en la pared. Le pareció una foto reveladora. Se detuvo en el fondo de la imagen festiva y apreció el rostro obtuso de Alba que los miraba de soslayo, con la sonrisa amablemente terrible y los ojos cargados de un desdén insultante...

- Alejandra... – musitó.

Ese nombre lo sofocaba, representaba el amor intenso de la vida, lleno de errores, ataduras y vanas luchas. ¡Cuánto le enseñó de amor! De vez en cuando, sacaba su foto de la cartera, no para no olvidarla, sino para verla mientras la recordaba. Cada cabello suyo era como una hebra de oro fino en una copa de cristal, como una estrella fugada en la mañana, más blanca que la luna. Extrañaba a su vez el vaivén de la puerta que solía mirar con desesperación cuando, habiendo llegado él antes que ella, ansiaba infinitamente verla entrar. ¡Eran buenos tiempos! – se decía - ¡Cuántos sufrimientos nos ahorraríamos si cuando jóvenes supiéramos o de viejos pudiéramos!

Había perdido todo contacto con la realidad. Quienes lo visitaban por compasión, se asombraban de su carácter pasivo y de su pueril sentimentalísmo; le miraban con recelo en medio de su abandono, regando lágrimas y fingiendo suspiros sinceros, cuando lo que en el fondo no le atormentaba solamente haberse quedado solo sino su irrevocable destino de ser un viejo olvidado. Fue así que los amigos de antaño, importunados por el sedentarismo de la vida familiar, poco a poco lo fueron relegando en bajas dosis de pretextos.

A sus cuarenta y nueve años de edad, Tulio había cultivado hasta entonces, un resentimiento extraño y sin fórmula de juicio hacia el mundo exterior, sustentado por una serie de imprecisas revelaciones que pasaban por su mente deformada y que sólo tomaba por presagios una vez que se cumplían.

Te perdono.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora