PARTE II - Capítulo I

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La figura inmóvil de un hombre que miraba de pie a través de la ventana, trascendía de unos rayos de luz que lo atravesaban. Se sentía una tristeza colectiva en los objetos que lo rodeaban, una quieta enajenación que parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad cosificada. El hombre de movimientos inseguros, giró en torno a un escritorio repleto de papeles y libros disparejos. Estaba molesto, ceñudo y sus labios se arqueaban en un gesto de legítimo desprecio. Se entregaba al violento recuerdo de una confesión que lo llenaba de rabia y, al mismo tiempo, de una horrible impotencia. La reminiscencia de una confesión afirmativa lo helaba, haciéndole perder el control.

- Si, me acosté con él.

Pensaba en esa respuesta una y otra vez, recordando el rostro simple que nunca lo miró. Recorrió dos o tres veces la biblioteca. Murmuró un nombre de mujer y se echó sobre un sillón de cuero que se dolió con su peso. Prendió un cigarro, dio un par de bocanadas y lo apagó. Se levantó inquieto, dirigiéndose de nuevo a la ventana:

- ¡Maldita! – musitaba, empañando el cristal y tecleando sobre él con sus menudos dedos –¿por qué te fuiste?

Encendió otro cigarro con manos temblorosas. Iba a volverse sobre el sillón, cuando vio bajar a una mujer de un auto con vidrios oscuros. Miró en su reloj y salió despavorido del salón, bajando las escaleras, dominado por la cólera. Trastabilló en los últimos escalones, cayendo ridículamente en los píes de Alejandra que se burló con indolencia. No había nada detrás de esos ojos que lo miraban, no más que desprecio y desdén. Tulio se incorporó de un salto y se aventó sobre ella, tomándola por el cuello, estrangulándola. Los gritos de Alba se escuchaban venir del pasillo.

- ¡Suéltala, Tulio! ¡Suéltala! – le gritaba su tía.

Alejandra se coloreó de morado, los ojos se asomaban venosos queriendo salir de sus cuencas. Por tres veces los brazos extendidos se agitaron sobre el aire hasta que perdieron el movimiento y su acción enérgica.

- ¡Maldita, perra! ¡Maldita! – vociferaba Tulio, con lagrimas en los ojos.

- ¡Suéltala, hijo! Matándola no vas a ganar nada. No estás siendo diferente a ella.

Alba pudo arrebatársela del crimen y Alejandra cayó desplomada, lívida, arrastrándose sobre el suelo con ciegas manos. Él la miraba como un perro ansioso, con una mezcla de pasión y resignación. Se le crispaban los labios, se le resecaba la garganta, se le perdía el llanto en los espasmos de dolor. No podía concebir la idea de compartirla, sentía que ella le pertenecía y, en un acceso de coraje determinó que, si no podría ser suya, no sería de nadie más. Había días en los que se entregaba a largas horas silenciosas, planificando el curso de un plan sobre el eje de un solo pensamiento: No sería de nadie más. Pensó en secuestrarla y encerrarla lejos de todos, privada de la luz del día y la noche, hacerle el amor en esa espesa penumbra, atarla como un animal servil.

Alba lo sacó al jardín y lo sentó sobre una banca desvencijada. Le decía con una voz quejumbrosa:

- Tulio, ¿Por qué sufres por esa mujer? ¿Por qué te empeñas en que te quiera? Esa mujer no quiere a nadie, si lo hiciera no se acostara con esos hombres.

- La amo, tía. La amo con dolor, con agonía, con desespero, con la angustia de un hombre que no conoce otra forma de amar que la de amarla.

Alba, sonrió amargamente y le dijo, acariciándole los cabellos:

- ¡Ay hijo! El amor no duele, no lastima. – y tomándolo del rostro para secarle las lágrimas – ¡Mírame bien! Nadie tiene el derecho a hacernos daño, ni siquiera la madre que nos parió ni a quien le entregamos el corazón.

Te perdono.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora