Capitulo 29.2

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Con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios, Amaia se despertó lentamente en la cama de Alfred y permitió que los recuerdos de la noche anterior la embargaran como música suave. Había disfrutado de la fiesta junto a sus amigos, había disfrutado de la compañía de Alfred en algún momento durante la noche, pero sobretodo había disfrutado las caricias de su amante en la soledad de la habitación. Sabía por otras veces lo que era hacer el amor con Alfred, pero nunca había sido como la noche anterior. La intimidad que habían compartido, el modo en que se habían reencontrado, había dado a sus manos otro calor y a sus besos otro sabor. Durante la fiesta lo había estado observando, y en algún momento de la noche, había decidido que si no tenía el valor para contarle la verdad, por lo menos, disfrutaría de los momentos que compartiesen, hasta que esa pequeña burbuja que estaban construyendo explotase. Y cuando eso ocurriera, tendría la fuerza suficiente para alejarse de él, y seguir con su vida, pero por lo menos, se llevaría el recuerdo de esos días.

Por las cortinas se filtró la luz del sol, Amaia se volvió en la cama y abrió los ojos. Estaba sola, pero no le importó porque hasta sus oídos llegaban las notas del rasgueo de una guitarra y la voz mañanera de Alfred canturreando alguna letra, que ella no conocía, por lo que supuso que estaba componiendo. Sonriendo, salió de la envoltura de las sábanas y cogió la sudadera gris de Alfred que encontró en una de las sillas de la habitación perfectamente doblada. La prenda le quedaba grande, y en ella parecía un vestido. Con sus dedos se trenzó el pelo hacia un lado, y descalza sin hacer ruido salió de la habitación. Desde la mitad del pasillo, reconoció la figura de Alfred. Estaba sentado en el sofá, solamente con el pantalón del chándal negro y la mirada perdida en la vista que se traslucía por las puertas de cristal de la terraza. Con la guitarra entre sus manos, sus dedos acariciaban las cuerdas de menara inconsciente mientras él canturreaba letras. De vez en cuando se detenía para apuntar sobre la libreta alguna idea, y luego continuaba tocando. A Amaia le recordó a otras mañanas en las que lo había visto completamente abstraído en su mundo, mientras ella preparaba el desayuno para los dos.

Con cuidado de no hacer ruido, los pies descalzos de Amaia comenzaron a avanzar por el pasillo para llegar al salón y situarse detrás del sofá. Lentamente se inclinó sobre él, dejando que sus manos se deslizaran desde los hombros de Alfred hasta su estomago desnudo envolviéndolo en un abrazo. Con su cara junto a la de él, Amaia comenzó a darle pequeños besos desde la mejilla hasta la oreja.

— ¡Buenos días! — susurró Amaia en el oído de Alfred. Separándose un poco, observó su mirada cristalina y lentamente, se acercó y posó sus labios suavemente, muy suavemente en los de él.

Alfred la miró, y correspondió a sus suaves besos. Después, de echar la cabeza un poquito para atrás y sonreír pícaramente, la agarró por la sudadera y la acercó a él nuevamente. Volvió a juntar sus labios con los de ella, e intensificó la unión, besándola más apasionadamente. Cuando ambos iban a quedarse ya sin respiración, se separaron levemente mientras mantenían sus frentes unidas y sus narices rozándose.

— ¡Ahora... sí son buenos días! — dijo Alfred en un susurro socarrón provocando la risa de Amaia.

— ¿Qué tocabas? — preguntó Amaia separándose un poco para intentar curiosear la libreta que tenía Alfred a su lado.

— Nada... ideas sueltas — contestó Alfred mientras acariciaba el pelo de Amaia que caía sobre su cuerpo.

— Pues ese nada... sonaba bien — comentó Amaia guiñándole un ojo e incorporándose un poco. Lentamente fue subiendo los brazos por el pecho de Alfred para romper así el abrazo en el que estaban.

Poniéndose de pie de nuevo, Amaia comenzó a dar la vuelta al sofá dónde estaba Alfred para acercarse a él. Con movimientos lentos y deliberados, sin perder el contacto visual, Amaia siguió aproximándose, hasta que llegó donde estaba Alfred que con cuidado había dejado la guitarra sobre la mesa. Poco a poco dejó que su cuerpo encajara en el de él, sentándose en sus piernas y dejando que sus brazos apresaran de nuevo su cuello, esta vez no por la espalda como había estado segundo antes, sino directamente. Sonriendo dejó que sus labios rozaran los labios de Alfred, y luego se retiraron. Lo miró pícaramente, se volvió a acercar y sus labios lo rozaron nuevamente, pero esta vez, dejó que se hundieran cálidos y suaves en los de él.

La magia de la melodía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora